Abu Steif

Dos horas más tarde Amjad nos trae la comida. Amigo de Motasem, su restaurante en la rue Gay Lussac esquina Bd Saint Michel, su gran apartamento en el quinto arrondissement y el afiche con el mapa de una Palestina que se ve, en sucesivas imágenes, menguada infamemente por la ocupación israelí, me hacen siempre fantasear con la syrian connection.

Como de costumbre con la comida siria nunca termino de entender exactamente qué estoy comiendo, pero me gusta a condición de que no esté infestada de comino. Amjad me apodó Abu Steif y, en un francés titubeante, me ofrece una cordialidad que linda la burla. Sé que me toma el pelo y tal vez por eso me cae tan bien. Con sus socios me dicen que tengo cara de sirio. Se ríen. Les respondo que si no fuera por el acentito que tienen, serían perfectos bolivianos. Recuerdan cuando les conté que gracias a nuestros berretines europeizantes nuestros bolitas son sus magrebíes. Se ríen menos.

Las dos horas previas a esto que son las grandiosas berenjenas rellenas que nunca recuerdo cómo se llaman se fueron entre la charla con Motasem sobre su tesis doctoral —que terminará algún día, inchallah— y una cantidad imposible de tés a la menta. La mesa está en la calle. Podemos ver el Jardin du Luxembourg, los autobuses pasar, la gente. Y como París es un museo de neurosis, dos horas son más que suficientes para observar la fauna y sacar apuntes mentales.

En el principio hubo gritos, algo como insultos y el ruido inconfundible de golpes. En la vereda de enfrente un hombre en una cabina telefónica, teléfono en mano, injuria en árabe a su interlocutor. Pregunto qué está diciendo. Amjad nos comenta que es su rutina diaria, que en realidad no llama a nadie y que habla persa, no árabe. Iraní, probablemente. Tres minutos más tarde el hombre cuelga el teléfono y sale de la cabina. Es un clochard. Uno más, me digo, sintiendo lo que, en los escasos momentos en los que me aprecio como persona, identifico como algo cercano a la compasión.

Pero cinco minutos más tarde me convenzo de que el clochard es un iluminado. Zaratustra es un despierto, murmuro ya sin escuchar lo que me cuenta Motasem. ¿Qué diferencia entre su resultado y el de un mundo de hipercomunicación a mero nivel epidérmico? Me convenzo de que es infinitamente más valiente intentar, como él, lo imposible. Luego dudo, postulo que tal vez sí comunica pero a otro nivel. El recuerdo del último documental que vi sobre Raël y la pedofilia me hacen rechazar vehementemente la hipótesis, pero el clochard permanece en su rol de iluminado, sucio, borracho y piojoso, tal vez ni siquiera triste ante la imposible redención que lo vuelva niño de nuevo, seguramente rabioso y con hambre, arrastrando sus miserias ante un público indiferente, un Jesús perdido que a falta de desierto predica bajo un cielo gris frecuentado por diez millones de hormigas, de teléfono en teléfono, muerto de antemano por la próxima noche de frío o abandonado por un cuerpo que ya le es probablemente ajeno, sabiendo lo que cualquiera debería saber: que algún día alguien responderá.

Poco me importa ahora Abu Steif, Amjad y sus bromas, las dilaciones de Motasem, el cielo siempre gris. De aquí hasta el necesario oporto en casa será el clochard, la valentía del clochard, la tranquilidad de ese clochard, de saber —gracias a él— que un día, previo a la última hipotermia, antes de que su cuerpo lo niegue definitivamente de la misma manera que todos, día a día, lo negamos sin saberlo, en una cabina cualquiera de una ciudad imposiblemente hermosa y agobiante, alguien responderá.
Javier CoutoJavier Couto (Montevideo, 1974) es narrador. En 2010 obtuvo una mención de honor por Voces (cuentos) en el XVII Premio Nacional de Narrativa “Narradores de la Banda Oriental”. Su novela Thot fue finalista del Premio Minotauro 2013 (Editorial Planeta). En 2014 obtuvo una mención de honor con su libro de cuentos Del otro lado, en el Concurso Literario Juan Carlos Onetti 2014 y la primera mención en el Concurso Internacional de cuentos Julio Cortázar.

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