Paf se acabó

Triste escribirte en esta tarde de domingo en que el sol se cuelga de los edificios, en que se ve la larga fila de autos que se muerden los talones sin tregua. Ciudad de grúas, de sol aguado, ciudad burbuja. Juntos hemos hecho y deshecho el tiempo, pero seamos francos, este antro empezó a morir cuando Arturito de los tres pelitos decidió desempolvar sus mejores camisas y su breve pero impecable conjunto de corbatas de seda italianas.

Lo sabés mejor que yo, no es posible aullarle a la luna con tanto cansancio y almohadones confortables. Hasta el poeta más malo lo acepta sin necesidad de ajenjo: hay cosas que no se pueden escribir si no se siente que algo ahí abajo, muy abajo, duele y no se cura. Y aunque nada se ha curado, la casa está cubierta por una enredadera que se parece mucho a la indiferencia, a la mano que garabatea, indecisa, que envejecer es también claudicar, aceptar la repetición como norma de la estupidez, bajar las ventanas que algún romántico o imbécil había dejado abiertas esperando el pájaro que nunca vino. Entenderás que después de eso corredor de la muerte, alpargateo lento y lavandina en un calabozo que aunque tan mal huela, está vacío. El Zaratustra de Nietzsche, que sigue dando el La, veinte años más tarde, recomendaba ante el dolor una cama pero dura, de campaña. Es sabido, los almohadones arruinan todo. Hasta la digestión.

Como siempre, la música da la clave. Suena Wayfaring Stranger, versión de Cash, ideal para estas últimas líneas.

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Abrí por primera vez esta ventana durante el verano uruguayo de 2006. Ahogado, necesitaba respirar. Divorciaba. Divorciaba de muchas cosas. No sólo la ruptura civil, aquella humillación frente a la jueza de cenizas y peineta (que fue, visto ahora, una de las mejores cosas que me pasó en mi vuelta a Uruguay) sino otra, más profunda, el quiebre con un pasado que ya no podía seguir arrastrándose de esa manera. Divorciaba compartiendo un apartamento de tres piezas, haciendo malabarismos para que dos personas que ya no se hablaban pudieran convivir o al menos cruzarse lo menos posible. Y cuando sentía (en el trabajo, en la cama del cuarto de invitados, en un ómnibus cualquiera) que no iba a poder terminar la jornada, abría la ventana y escribía sobre los planchas, citaba mis lecturas preferidas, me permitía textos dudosos que comenzaban declarando Ardua tarea la fellatio entre conejos o Será que las cosas no vuelven al mismo lugar canta Calamaro, mientras Heráclito lo aplaude desde la tribuna.

Me divertía como un niño mientras el divorcio avanzaba como un lento descamamiento. Ya no tenía cara, ni brújula, ni razones para quedarme en Uruguay o en otro lado.  Las operaciones cotidianas de las tres dimensiones se me ocurrían un esfuerzo inútil. Y Arturito, que lo sabía, me arrimaba un vaso de grappamiel atrás del otro, a razón de tres botellas por semana, sin contar vino y otros aperitivos y brindis de ocasión. Entrada la madrugada, sentados en el desorden de libros que se desparramaban por el cuarto de invitados, con Arturito solíamos mirar el vaso juntos y declamarle en silencio los grandes versos del poeta Benavides, que Darnauchans retomó en su canción. Y la noche estaba oscura. Y la vida en Montevideo seguía su rutina de horas, indiferente.

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Por este antro han desfilado casi todos mis fantasmas, mis muertos, mis gustos y disgustos, un Virgilio trasnochado e irreverente que responde al nombre de Arturito de los tres pelitos, como me apodó de niño alguien a quien no veo desde hace más de diez años.  Pasaron varias mudanzas, un cambio de país que sonó como una lápida, duelos que se cerraron en algo que se parece mucho a una victoria pírrica. Muchos descubrimientos, la mayoría alegres. Innúmeros viajes. Una porteña milonguerita que vino a traer el aire y la risa, y se quedó. Gran parte de los textos son tributarios de esos vaivenes. Los subterráneos lo fueron tanto que al día de hoy hay varios que ni yo entiendo del todo. Y aunque la consigna que me impuse al principio era monástica (abrí la ventana para respirar, no para conversar con los vecinos), otros perdidos se acercaron y el diálogo tuvo razón de ser. Nada mal, me digo, para alguien que desconfía a muerte del espíritu gregario y se esconde detrás de un chimpancé que fuma.

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Mis amigos más queridos están lejos. En Uruguay. En Chile. En España. Mi último gran confidente y hermano se piantó para Abu Dhabi, a la búsqueda de un futuro mejor. Y yo aquí ando, penando el frío, quejándome como siempre pese a vivir en la que es, sin duda, la ciudad más linda de todas. Dice mi hermana Patricia, que visita ahora tierras orientales, que un familiar le ha hecho entender que los que nos fuimos somos, con un poco de suerte y clemencia popular, traidores. Hay que tenerse fe para juzgar lo que no se conoce.  Hay que ser ciego y llano para creer que porque alguien salió a explorar le dio la espalda a todo. Hay que no tener la menor puta idea de lo que es estar perdido para creer que salir a buscarse es escupir el lugar donde naciste. En el Libro de Job, tal vez el más hermoso de la Biblia, tras extensas quejas de Job y amigos que lo tientan, Dios lo apostrofa, preguntándole ¿dónde estabas tú cuando yo fundaba la Tierra? Compartimos la ignorancia, cada cual hace camino como puede y entierra a los suyos, en silencio. O casi. I'm just going over Jordan. I'm just going over home.
 
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Más allá de dos o tres ocurrencias, más allá de tantas torpes líneas, una idea, un par de chistes, me queda lo más importante, aquellos que, como vos, del otro lado de la ventana de aquel verano de hace cinco años, nunca supe por qué, se arrimaron a este antro sin expectativas y al tiempo ya eran amigos compartiendo el pan y el vino (sobre todo el vino), sin importar geografías, banderas o caprichos de temporada. Juntos hemos hecho y deshecho el tiempo, pero la hora apura, es de noche ya y la ventana así se cierra.

Esta última tarde de domingo, solo, termino el tercer vaso de muscat recostado en el sillón del living, escuchando la increíble voz de Cash que se tiende como un manto negro sobre la pieza, recordándolos y murmurando cada tanto en su dirección -que siempre mira al Sur- la que será mi última palabra: salud.

Q.E.D.
Javier CoutoJavier Couto (Montevideo, 1974) es narrador. En 2010 obtuvo una mención de honor por Voces (cuentos) en el XVII Premio Nacional de Narrativa “Narradores de la Banda Oriental”. Su novela Thot fue finalista del Premio Minotauro 2013 (Editorial Planeta). En 2014 obtuvo una mención de honor con su libro de cuentos Del otro lado, en el Concurso Literario Juan Carlos Onetti 2014 y la primera mención en el Concurso Internacional de cuentos Julio Cortázar.

7 comentarios:

Andrés Reyes dijo...

Confieso que me provoca algo parecido a la tristeza que esta ventana se cierre, si es que en verdad se cierra. Aunque entiendo y celebro que ya no la precises.

Te mando un abrazo desde San Luis, un lugar en el que -por alguna extraña razón- me siento más próximo a mi esencia que en ningún otro.

Salud.

Zeta dijo...

Amigo: el recuerdo inmarcesible de este agujero a la realidad, siempre estará aquí.
Suerte, y hasta la vista.

basilia dijo...

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espero que aparezca por alguna
otra ventana que se abra
salud entonces!
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basilia dijo...

y algo así le cantó cazuza a arturito:
enquanto houver burguesia
não vai haver poesia

Rodia dijo...

Jumper!

Circe dijo...

QED: QPD

sokon m dijo...

No podés irte con una frase como 'sun clings to the buildings'! Tenés que irte en una llamarada de gloria, con un video de un mono bailando en bolas o algo así. Un rinoceronte en celo. Ya pensaremos algo.

Y como dijo Douglas Adamas, pero que nunca aplicó mejor que ahora: hasta luego y gracias por el pescado.

P.S. O como dice el Profesor Acoso: Ya va a volver. Ya va a volver.