Porque no sucede sólo en literatura. Acalorando la gola de la 12 descamisada, Palermo realizó ciento cincuenta goles más que Maradona. Nadie inferiría, sin embargo, que Palermo es mejor jugador que el barrilete cósmico: cualquier mortal que aprecie el deporte sabe que Maradona es por lejos el mejor fútbol que jamás haya honrado una cancha. Sería igualmente curioso oír a alguien cuestionar que la canción Aserejé es más conocida que la Música Funeral Masónica de Mozart. Lo que tampoco creo que cuestione un individuo con un mínimo de sensibilidad es que esta última convoca un estado espiritual que la primera ignora. En un plano más prosaico, disfruto comprando mi baguette en la panadería de la esquina porque tiene el mejor pan del barrio, mucho mejor que el de la panadería del Monoprix, que también es pan.
Es cuestión de gustos, sin duda, pero sobre todo es cuestión de estilo. El de Maradona, el de Mozart y el del maestro panadero de la mencionada boulangerie. Y como otras veces, hoy es igual: siempre que voy a escribir sobre la cuestión del estilo literario, abandono el ejercicio por considerarlo de perogrullo, palabra repulsiva si las hay. Luego me doy cuenta de que el carácter de trivial se lo concedo yo: me resulta superficial proponerme un mal calco de lo que Castillo afirmó con lucidez: el estilo de un escritor es su manera de vivir, no de escribir. Yo creo, ingenuamente acaso, que el estilo es una voluntad que se corresponde con una manera de percibir un idioma y su expresión. ¿Manera de percibir la vida? No lo sé, pero no me extrañaría. En todo caso, en el juego de fronteras que se da entre lengua y habla deambula alguien que se proponga escribir decentemente.
No hablo ni de género ni de corrientes literarias; considero al estilo transversal a ambas supersticiones. Tampoco hablo del estilo como incapacidad. Promover floripondios como los que hace un tiempo cité de Federico Andahazi no constituye una toma de posición sino una falencia: ese hombre no puede –aunque quiera– escribir mejor (Woody Allen dice que la ventaja de ser inteligente es que siempre se puede simular ser imbécil, mientras que lo contrario es absolutamente imposible). Tampoco importa a estas líneas, por secundario, que esa incapacidad sea aplaudida en plaza pública y festejada edición tras edición. Eso es ceniza y sombras de las que se encarga el tiempo.
Hablo entonces del estilo como voluntad de escritura. Si la función de un escritor –la que él se atribuye– consiste sólo en vehicular información para lograr que un mensaje llegue a un receptor determinado, el estilo puede considerarse un ornamento, un estorbo, posiblemente un capricho. En este limitado paisaje, un Pollock literario estaría condenado al fracaso. La conclusión sería desoladora: el libro Exercices de style de Queneau resultaría un exceso, las acrobacias de Perec se calificarían de herejía, el resumen de la obra de Neruda cabría en el espacio de una página. No me molesta que un escritor se permita un lenguaje coloquial: me desagrada que no se dé cuenta y que en el texto se note esa ignorancia. Propongo como ejercicio contar cuántas veces fruncen el ceño los personajes de la novela El código Da Vinci.
En su Teoría del túnel, Cortázar contrapone el escritor-Balzac al escritor-Flaubert. Puesto a elegir, simpatizo largamente con el segundo grupo: sufro la superstición según la cual un escritor de narrativa cuya prosa sea más bien llana (léxico pobre, construcciones gramaticales simples, tropiezos en el ritmo, escasa intuición para juegos pragmáticos) es, en el mejor de los casos, un escritor correcto. Hay ciertas construcciones que deploro y que pueblan páginas de bestsellers y de la última promisoria opera prima. Emir Rodríguez Monegal desprecia a Felisberto Hernández como escritor. Entre sus vagos argumentos anota que Hernández escribe “parados” por “de pie”, lo cual le parece inadmisible. Igualmente inadmisible me parece a mí ese error de principiante, pero ojalá los errores más graves que se ven fueran de ese calibre. El leísmo deferente de las traducciones españolas es insultante, y poco me importa lo que diga la RAE.
Si, al mismo tiempo, la función que se atribuye un escritor es escribir como se debe escribir, Fortuna nos castiga con cosas como: “En medio del páramo se alzaba, como una torta abandonada, la gran casa de la Compañía Ganadera, rodeada por un césped absurdo, defendido contra los abusos del clima por la esposa del administrador, quien no pudo resignarse a vivir fuera del corazón del Imperio Británico y siguió vistiéndose de gala para cenar a solas con su marido, un flemático caballero sumido en el orgullo de obsoletas tradiciones.” Aire, por favor.
Me aburren los escritores que antes de sentarse a escribir sacan el frac del armario, se ajustan la corbata y miran al horizonte. Ejemplos, mal que me pese, abundan, y el citado en el párrafo anterior no es de los peores. Lo que sucede en el fondo es que detesto la novela puramente informativa, logorrea de predicaciones y de cuando en cuando un desliz de “buena literatura”, el adjetivo cantado, las descripciones de siempre (siluetas que se recortan, fisonomías al detalle, masturbaciones paisajísticas). Es decir que siento repulsión frente al lenguaje malamente llamado literario, la necesidad de reducir (rebajar) a metáforas de cartón para el gran público un texto que podría ser algo como: "repetirlo repetirlo repetirlo hasta la afonía un solo grito frente al barranco a lo lejos el valle sólo el valle luego una tribu el fuego el posible encuentro". ¿Por qué no dejarlo así?
Difícil continuar porque estas apreciaciones me resultan evidentes. Es preferible referirse de nuevo a Castillo, a dos mínimas de su libro Ser escritor:
- Lo que llamamos estilo sucede más allá de la gramática. No es lo mismo decir: "ahí está la ventana" que "la ventana está ahí". En un caso se privilegia el espacio; en el otro, el objeto. Toda sintaxis es una concepción del mundo.
- Cuidado con Borges, Kafka, Proust, Joyce, Arlt, Bernhard. Cuidado con esas prosas deslumbrantes o esos universos demasiado intensos. Se pegan a tus palabras como lapas. Esa gente no escribía así: era así.
Es cuestión de gustos, sin duda, pero sobre todo es cuestión de estilo. El de Maradona, el de Mozart y el del maestro panadero de la mencionada boulangerie. Y como otras veces, hoy es igual: siempre que voy a escribir sobre la cuestión del estilo literario, abandono el ejercicio por considerarlo de perogrullo, palabra repulsiva si las hay. Luego me doy cuenta de que el carácter de trivial se lo concedo yo: me resulta superficial proponerme un mal calco de lo que Castillo afirmó con lucidez: el estilo de un escritor es su manera de vivir, no de escribir. Yo creo, ingenuamente acaso, que el estilo es una voluntad que se corresponde con una manera de percibir un idioma y su expresión. ¿Manera de percibir la vida? No lo sé, pero no me extrañaría. En todo caso, en el juego de fronteras que se da entre lengua y habla deambula alguien que se proponga escribir decentemente.
No hablo ni de género ni de corrientes literarias; considero al estilo transversal a ambas supersticiones. Tampoco hablo del estilo como incapacidad. Promover floripondios como los que hace un tiempo cité de Federico Andahazi no constituye una toma de posición sino una falencia: ese hombre no puede –aunque quiera– escribir mejor (Woody Allen dice que la ventaja de ser inteligente es que siempre se puede simular ser imbécil, mientras que lo contrario es absolutamente imposible). Tampoco importa a estas líneas, por secundario, que esa incapacidad sea aplaudida en plaza pública y festejada edición tras edición. Eso es ceniza y sombras de las que se encarga el tiempo.
Hablo entonces del estilo como voluntad de escritura. Si la función de un escritor –la que él se atribuye– consiste sólo en vehicular información para lograr que un mensaje llegue a un receptor determinado, el estilo puede considerarse un ornamento, un estorbo, posiblemente un capricho. En este limitado paisaje, un Pollock literario estaría condenado al fracaso. La conclusión sería desoladora: el libro Exercices de style de Queneau resultaría un exceso, las acrobacias de Perec se calificarían de herejía, el resumen de la obra de Neruda cabría en el espacio de una página. No me molesta que un escritor se permita un lenguaje coloquial: me desagrada que no se dé cuenta y que en el texto se note esa ignorancia. Propongo como ejercicio contar cuántas veces fruncen el ceño los personajes de la novela El código Da Vinci.
En su Teoría del túnel, Cortázar contrapone el escritor-Balzac al escritor-Flaubert. Puesto a elegir, simpatizo largamente con el segundo grupo: sufro la superstición según la cual un escritor de narrativa cuya prosa sea más bien llana (léxico pobre, construcciones gramaticales simples, tropiezos en el ritmo, escasa intuición para juegos pragmáticos) es, en el mejor de los casos, un escritor correcto. Hay ciertas construcciones que deploro y que pueblan páginas de bestsellers y de la última promisoria opera prima. Emir Rodríguez Monegal desprecia a Felisberto Hernández como escritor. Entre sus vagos argumentos anota que Hernández escribe “parados” por “de pie”, lo cual le parece inadmisible. Igualmente inadmisible me parece a mí ese error de principiante, pero ojalá los errores más graves que se ven fueran de ese calibre. El leísmo deferente de las traducciones españolas es insultante, y poco me importa lo que diga la RAE.
Si, al mismo tiempo, la función que se atribuye un escritor es escribir como se debe escribir, Fortuna nos castiga con cosas como: “En medio del páramo se alzaba, como una torta abandonada, la gran casa de la Compañía Ganadera, rodeada por un césped absurdo, defendido contra los abusos del clima por la esposa del administrador, quien no pudo resignarse a vivir fuera del corazón del Imperio Británico y siguió vistiéndose de gala para cenar a solas con su marido, un flemático caballero sumido en el orgullo de obsoletas tradiciones.” Aire, por favor.
Me aburren los escritores que antes de sentarse a escribir sacan el frac del armario, se ajustan la corbata y miran al horizonte. Ejemplos, mal que me pese, abundan, y el citado en el párrafo anterior no es de los peores. Lo que sucede en el fondo es que detesto la novela puramente informativa, logorrea de predicaciones y de cuando en cuando un desliz de “buena literatura”, el adjetivo cantado, las descripciones de siempre (siluetas que se recortan, fisonomías al detalle, masturbaciones paisajísticas). Es decir que siento repulsión frente al lenguaje malamente llamado literario, la necesidad de reducir (rebajar) a metáforas de cartón para el gran público un texto que podría ser algo como: "repetirlo repetirlo repetirlo hasta la afonía un solo grito frente al barranco a lo lejos el valle sólo el valle luego una tribu el fuego el posible encuentro". ¿Por qué no dejarlo así?
Difícil continuar porque estas apreciaciones me resultan evidentes. Es preferible referirse de nuevo a Castillo, a dos mínimas de su libro Ser escritor:
- Lo que llamamos estilo sucede más allá de la gramática. No es lo mismo decir: "ahí está la ventana" que "la ventana está ahí". En un caso se privilegia el espacio; en el otro, el objeto. Toda sintaxis es una concepción del mundo.
- Cuidado con Borges, Kafka, Proust, Joyce, Arlt, Bernhard. Cuidado con esas prosas deslumbrantes o esos universos demasiado intensos. Se pegan a tus palabras como lapas. Esa gente no escribía así: era así.
9 comentarios:
Una idea: lo que nos enseñaron primero los profesores de literatura y luego otros (críticos, dueños de editoriales, escritores de contratapa) es a confundir literatura con metaliteratura. Hay un tiempo muy largo en desandar ese camino para empezar de nuevo. Y en el medio, una miríada de escritores y lectores que, bueno, la pilotean. Y uno mismo cuando escribe y se encuentra constantemente escapando sin éxito del lugar común, del "adjetivo cantado" (qué hallazgo, lmj).
"La sede del diario se alzaba tras el bosque de ángeles y cruces del cementerio del Pueblo Nuevo, y de lejos su silueta se confundía con la de los panteones recortados sobre un horizonte apuñalado por centenares de chimeneas y fábricas que tejían un perpetuo crepúsculo de escarlata y negro sobre Barcelona.”
Su silueta se confundía con la de los panteones. Menuda confusión, se decía. No se si soy yo una sede de un diario, o un panteon, o varios panteones.
La silueta, claro, no podía saber mucho. Era con suerte una sombra. Tampoco reparaba nunca en la duración del amanecer o atardecer. Barcelona, una ciudad fría o muerta, sufría de un crepúsculo perpetuo: ni los muertos eran enterrados ni los vivos iban a las fábricas ni los izquierdistas leían los ejemplares del pasquín editado por la sede del diario.
Con los eones, la silueta se hizo filósofo. Pero no cualquier filósofo. Uno empírico. Como Adelbert von Chamiso. Hasta es posible, pensó un día, quizá yo sea la sombra de Peter Schlemiel.
Seguía confundida la sombra, y sus vagabundeos -aprender a desprenderse de los objetos y trasladarse cuidadosamente bajo un crepúsculo interminable- no era nada fácil.
Eventualmente la sombra se dio cuenta de que era un mes (para la gilada, aclaremos: ella era un mes). Soy un mes. Y cual? Por qué no abril? Abril. Y el crepúsculo se destrancó y fue primero de abril en Barcelona.
Recuerdo a Castaneda y su Mescalito, tambien a Humito, cosas así...
Yo recuerdo a Paturuzú, a Pilan, a los Abuelos de la Nada.
Si vamos a hablar de referencias, copié a Masliah, a mi mismo (el cuento aquel abierto las 24hs, y otro más viejo y desconocido: el baron y la sombra) y escribí bajo la influencia de una traducción al español de Los Demonios de Dostoyevski.
Castaneda, un jipi. Uno no puede perder tiempo leyendo a un jipi. Mi gurú es Soybaba (ver Capusoto).
Ahora en serio: me gustaría saber su opinión de dos escritores que me gustan mucho: Roberto Bolaño y Haruki Murakami.
(portate bien / portate bien / que te lo pide tu amigo pilan)
Soybaba y Capusoto son chino para un servidor (tengo un vago recuerdo de un tipo con una peluca morocha; ese sí que parecía jipiyo).
Roberto Bolaño me gusta. Leí de él Monsieur Pain (me gustó), Amuleto (se lleva bien), Amberes (imcomprensible), Llamadas Telefónicas (muy bueno), Putas asesinas (muy bueno también.), La literatura nazi en España (invenciones al estilo de Borges pero en un tono menor) y El gaucho insufrible (bueno). Los detectives salvajes la empecé tres veces. La he abandonado siempre. La compré hace poco pensando que eso cambiaría algo. No fue así. No lo será. No intentaré 2666. Lo que nunca entendí de Bolaño es que él dijo que tenía un sentido del ritmo especial (creo que le hablaban de Isabel Allende y él se burlaba) y yo nunca encontré en su prosa dicho sentido. Vaya usted a saber.
En cuanto a Haruki Murakami, bastante me cuesta entender la mentalidad asiática como para encima intentar con un escritor que vende mucho. Paso (Rodia me critirá una vez más, acaso). Cuénteme algo del Murakami, sea bueno.
A mi Putas asesinas me pareció medio desparejo. Llamadas telefónicas me encantó. No leyó Estrella Distante? Es sobre un represor/torturador/artista de vanguardia que se infiltra en talleres literarios para identificar miembros de la guerrilla marxista y cancelarlos. La literatura nazi no es en norteamérica?
Los poemas son jodidamente buenos.
Yo acá también tengo Los detectives salvajes, pero no la empecé todavía.
Eso que dijo del ritmo fue, si no me equivoco, algo que contó en una entrevista con Playboy. No le parece que Bolaño tenga un ritmo especial?
Murakami es el japo cool por excelencia; muy versado en la cultura pop de occidente. Yo comparto su prejuicio por las cosas demasiado populares, pero un día llegó mi esposa y me regaló un libro.
Sus personajes son parecidos a él, y tiene algo que me recuerda al Menos que cero de Bret Easton Ellis sin la cocaína. (Nota: Bolaño también tiene sus alter egos literarios (B y Belano)).
Siguiendo con Murakami, leí solamente Norwegian Wood (que podría haberse llamado 'me las cogí a todas' porque no hay mujer que aparezca en el libro la cual no se acueste con el protagonista) y Al sur del paraíso al oeste del sol (o algo así) que oscilaba entre momentos cool, momentos poéticos, momentos pornográficos y hasta momentos levrerianos.
Lo más notable de las traducciones de escritores japoneses es la sencillez. Esa forma de decir algo sin darte cuenta.
Es América, no España, no sé en qué pensaba. No leí Estrella Distante, no. Mi época de Bolaño fue en 2003 y leia lo que caía por estas tierras (Instituto Cervantes). ¿Lo recomienda? No le he visto el ritmo a Bolaño, che, qué quiere que le diga.
Me dejó pensando hasta dónde un prejuicio confirmado hasta el hartazgo sigue siéndolo. (¿Pilán era popular?)
¿Reeditaron La ciudad, de Levrero? Acá empezaron a hacer plata con La novela luminosa (Levrero es, según las contratapas, uno de los mayores exponentes intelectuales latinoamericanos de los últimos tiempos; igual suerte corre Liscano, a quien fui a ver hace poco a la Casa de América Latina).
A Rodia le gustan los japoneses por la sencillez y porque no conoce a ninguno en carne y hueso. Yo me inclino ante la sencillez de la poesía japonesa (realmente). Ya la prosa es otro cantar.
(este comentario termina con la guitarra de Norwegian Wood, temón)
Ah, Jahey, no lo conozco suficiente para recomendar algo. A mi me encanta, ud. después decide. :-)
Editaron toda la trilogía involuntaria. Yo solamente leí París. Creo haber visto esa edición de La novela luminosa.
Ud. no tiene el perfil de un lector de Levrero, o si?
No crea. Hace unos años buscaba La ciudad, que no encontré, pero terminé comprando Irrupciones II. Me pareció relativamente correcto.
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