De la novela Sin los dos, rescato el principio del capítulo 29:
"Otro domingo de frío.
Cuando se levantaba temprano un domingo, Santiago Strada temía que algo terrible sucediera, fumaba mirando el teléfono a la espera de no sabía qué, tenía un oído en la puerta, comprobaba la solidez del techo, revisaba los noticiarios, hurgaba en los anuncios fúnebres, se tomaba el pulso y al mismo tiempo el pelo porque sabía que todo eso era por demás absurdo y que él sería el primero en incendiar el anuario del club de los adictos a la triskaidekaphobia y afines. Aunque esta vez había el alegato de la pesadilla, con el buen reverso de justificar el estar fumando a las siete de la mañana como un condenado, con una taquicardia que había capitulado a un horrendo dolor de pecho."
Tirado en la hamaca paraguaya que instalé anteayer en el estar de mi nueva vivienda, Arturito de los tres pelitos (que, honrando su ascendencia italiana, acompañó las tostadas del desayuno con grappamiel) comenta que le gusta figurarse las pesadillas como lamidas del inconsciente, esa gran superstición del psicoanálisis.
Como acaba de volver del primer mundo, está más inflado que de costumbre, lo que no es poco decir. Mi cara no se decide entre el elogio, el insulto o responderle que en tema de supersticiones, Pierre Assouline (passouline.blog.lemonde.fr/livres/) le da con un fierro en la nuca a Bukowski, si el señor Arturito me permite la imagen y deja de hamacarse de esa manera porque en cualquier momento la vecina de al lado va a venir a tirarme la puerta abajo para proceder a leernos el capítulo del manual de los cortapalos dedicado a las buenas costumbres. Los motivos que expone Assouline son claros, atendibles y algunos hasta compartibles.
—Hablando de borrachos detestables —me interrumpe desde la hamaca el energúmeno en algo que tiene gusto a confesión—, de Bukowski a Abelardo Castillo, flaco, hay una vaga distancia que se traduce principalmente en el estilo, y que, a mi gusto, salva a este último. Leer El que tiene sed es una experiencia que justifica sobradamente la frase de Unamuno: todo lector que leyendo una novela se preocupa de saber cómo acabarán los personajes de ella sin preocuparse de saber cómo acabará él, no merece que se satisfaga su curiosidad. ¿Cachai?
Tiene razón, para variar, aunque imite pésimamente el acento chileno e intente justificar su deplorable estado con redenciones estilísticas y etílicas. De todas formas, para mí Chinaski está más que muerto, malgré los Peluffo boys (Estómagos/Avril).
—Y si no me creés, negro —grita la bestia—, andá a reclamarle a Frankl y a su bendita neurosis dominguera.
En fin. Volviendo a las pesadillas, a modo de ejercicio, nuestro queridísimo Viktor podría haber ensayado justificar la existencia del más allá argumentando en torno a la imposibilidad de explicar los sueños. Admito que la tesis no resiste el menor análisis, como tampoco resiste uno el impulso, luego de cinco minutos de televisión, de claudicar ante la evidencia de que somos brutos en Armani o en alpargatas, pero brutos al fin, incapaces de detener una reorganización molecular permanente, pero perfectamente preparados para lanzar la fisión o la fusión andante, el ántrax o el gas sarín, modificar el ADN y enviar una sonda a Mercurio, y todo eso antes de que el planeta nos eructe en mil pedazos y con Arturito de los tres pelitos nos pongamos a contemplar epicéntricamente —porque esa es la idea clave de cualquier blog— el espectáculo, dos subnormales idénticamente borrachos, el ruido, la hamaca tambaleándose, la vecina, el golpeteo furioso, los nudillos que se irán hundiendo en la puerta, los brazos en jarra, rabieta de maestra preescolar, las buenas costumbres, y también las papeleras, la gripe aviaria, el Irán nuclear, Alemania 2006, los nudos gordianos, la huella de un higo aplastado contra el Muro de los Lamentos, ratas desflecándose por el aire mientras en algún lugar aún intacto un inconsciente prepara el té y mira un cubilete con los dados quietos, cosas así, sin ninguna importancia, sin la menor trascendencia, cosas que como las pesadillas pueden suceder en cualquier domingo de frío.
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