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Naturaleza

La Reserva de Fauna de Saint Maurice tiene 784 km2 de superficie. Frente a mí, a pocos metros, el lago Brown, uno de los 245 que se reparten el territorio de la reserva, se prepara para la tormenta.

Pasamos de la pieza de hotel con jacuzzi en Roberval (ciudad que, al igual que el lago Saint Jean, no vale absolutamente nada) a un chalet frente al lago, desde cuyo generoso balcón, mientras como cerezas, escribo esta postal. A mi izquierda los vecinos esperan la tormenta junto a un fogón. Los niños cantan, animados por su madre. A unos doscientos metros veo el kayak del otro vecino, el japonés simpático y conversador, que salió inconscientemente a pasear con su hijo.

Estos han sido, por lejos, los mejores días de nuestras vacaciones. Este es uno de los tantos parques y reservas gestionados por la Sepaq y pese a su superficie tiene sólo 27 chalets, 4 refugios, 4 campos rústicos y 90 plazas de camping.

Pero tanta cifra es inútil para describir esta experiencia, trivial para muchos pero asombrosa para citadinos eternos como nosotros. Al llegar al chalet, luego de hacer la penosa ruta de 27 km que separa la recepción de los chalets de este lago, descubrimos una ardilla robando algo en la puerta. Apenas nos vio y ya nosotros no la vimos más. 

El chalet está completamente equipado y todo funciona a la buena voluntad del propano, incluida la heladera. La mujer de la recepción se rió sinceramente cuando pregunté si había electricidad. Se entiende que el resto del check-in fue muy distendido. Cuando nos mostró el mapa de la reserva sonrió ante mi mano que recorría la superficie y mi pregunta de si todo eso era la reserva.

Hemos comprobado a qué punto Canadá sabe lo que hace en materia de protección natural y en qué medida los canadienses se comportan de manera acorde: el sistema funciona porque sus usufructuarios son por demás razonables.

Lago Brown entonces. Cinco chalets de este lado. Tres en la otra punta, a 7 km, junto a la vivienda del gardien, un ruso macanudo que nos trató todo el tiempo de franceses (los rusos y Francia, toda una historia). 

Los mosquitos son en realidad mini vampiros. Sólo el DEET los frena. Para gran tranquilidad de un aracnofóbico, todo el chalet está protegido con mosquiteros, incluso este balcón techado.

Hemos visto ardillas, sapos, águilas sobrevolando el lago, patos salvajes enseñándole a sus crías a huír del peligro, pájaros de todo tipo, y hasta osos negros en estado salvaje que van a comer a un lugar acondicionado para placer histérico de unos pocos infantes y cámaras. En una noche que no conocemos, oímos aullidos que parecían de lobo y un graznido nervioso que no teníamos registrado. El eco generado por las colinas que rodean el lago, tupidas de bosques, creó el resto del misterio.

Cada chalet tiene un bote propio; hay también un kayak y una canoa, que utilizamos con ganas, para uso general. Todos tenemos equipamiento apropiado: chalecos salvavidas, extintor, repuestos de toda índole, provisiones mínimas.

Dentro de unas horas, arrastrados odiosamente por esa rutina que es la vida, deberemos deshacer el camino, abandonar la extrema belleza de la reserva para dirigirnos a Trois-Rivières, mañana a Montréal, el avión, París, otra vez el cemento y la aglomeración de neurosis.

Cada vez me convenzo más de que nuestro destino es un poco Walden, una casa de madera sin mayores pretensiones, junto a un lago y rodeada de bosques de pinos.

La ruta de las ballenas

Tadoussac alimenta su eterna modorra en el encuentro del río Saint-Laurent y el fiordo de Saguenay. Decir que los paisajes son majestuosos no significa arriesgar una hipérbole. Entre los locales, mayormente caucásicos, se encuentran algunos indígenas innus que venden artesanías y pieles con una amabilidad seca pero franca que da gusto. Las estatuas antropomorfas, vagamente africanas, retuvieron toda nuestra atención.

En la zona del fiordo de Saguenay ingresamos —sin saberlo— en un Guiness turístico, modesto orgullo local: el Hotel Tadoussac es el más antiguo de la región; el fiordo es el más meridional; la bahía de Tadoussac es una de las más bellas del mundo (lejos de conocerlas todas, apostaría a que es cierto); la capilla indígena es la primera capilla de madera de América del Norte. Agrego modestamente a esta lista las cerezas: las mejores que he comido en mi vida.

Dos excursiones nos permitieron conocer el fiordo, el Parque Nacional de Saguenay (imperdible) y asistir al espectáculo en el que belugas, focas y rorcuales, ajenos a tantas embarcaciones, nadan sus rutinas para asombro de niños y no tan niños. Hubo, incluso, una baleine à bosse y una orca, algo insólito según la guía de la excursión, ecologista a muerte cuyas exclamaciones y semi gemidos frente a los cetáceos me llevaron a imaginarla en otras situaciones, Dios nos libre y guarde.

Típico balneario para amantes de la naturaleza. A la noche refresca y a las veintidós horas hasta los restaurantes tienen sueño. Los dos pubs del pueblo son tan animados como las emisiones de El gaucho solo, si se me permite la anacronía. Por los mozos piolas y la comida abundante y sabrosa, no hay mejor restó en la zona que el Café Bohème.

Río Saint-Laurent

Auto recogido en Quebec. Le digo mi nombre al muchacho. Me responde: ¿España? Acuso Uruguay. Un par de comentarios sobre fútbol y comienza a hablarme en español (con acento mexicano). Le sorprende mi francés, me pregunta si vivo en Montreal. Acuso Francia, francamente sorprendido de su pregunta porque el acento québécois para el francés me resulta tan a mano como el cordobés para el español. Le pregunto si aprendió el español en la escuela. Madre española, padre brasileño, él canadiense, último día de trabajo, el viernes me voy a vivir a Cádiz. Dos años en México explican su acento, del que se avergüenza inexplicablemente. Se ríe, intenta pronunciar —sin lograrlo— una zeta, se ríe de nuevo. Lo consuelo diciéndole que en Cádiz no va a necesitar ninguna zeta. Nos despedimos casi afectuosamente. Yo pienso que en Francia esto sólo me sucedería con un árabe o un hispano.

*

Dos pedales. Cuatro posiciones. Freno, acelerador. Parking, Reversa, Neutro y Drive. Nunca había conducido un auto tan fácilmente. Errores contabilizados: uno: pie izquierdo masacra, en un semáforo, pie-derecho-sobre-el-freno, intentando presionar con muchas ganas un imaginario embrague.

*

Bordeamos el río Saint Laurent, rumbo a la Baie-Saint-Paul. Ya con auto y lejos del cemento, mi estado de ánimo cambia radicalmente. Me impresionan los paisajes, dignos de un puzzle: bosques y bosques y bosques y lagos y casitas desperdigadas —de madera, invariablemente— y de repente la bahía Saint-Paul, generosa y calma.

Nos quedamos en un motel contradictoriamente surcado por un riachuelo y la autopista. Nos atiende una veterana muy simpática con un acento del Paysandú de Canadá que me hace pensar en rodia. El motel evoca esos cuentos tan malos de Lovecraft que sokon adora. Ya de noche, salimos al gran jardín. En la hamaca, constato que los mosquitos, al igual que los cuentos de HPL, son exageradamente sobrenaturales. Temerosos, volvemos a la habitación.

Mañana será otro día.

Pueblitos (vía Milo)

Qué fea ciudad Chicoutimi, ciudad bien yankee, calles anchas, cinco vías, centros comerciales enormes y alejados. Y la pregunta es: ¿les gusta?

Micromundos

Como suele suceder en lugares así, el Viejo Quebec, encogido entre murallas, unesquianamente reconocido, huele un tanto a empapelado y piso flotante. La gente, igualmente macanuda que en Montreal, parece sin embargo más ávida del turista perfecto, es decir del tipo dispuesto a volverse con los bolsillos vacíos pero repleto de fotos y souvenirs. Sin mencionar la propina del 15%, que es una institución (intuyo que el himno nacional canadiense debe mencionarla).

Esa es la clave de los micromundos: puesto a poner un ejemplo conocido, trescientos metros separan los bistrots del quartier latin, en los que cada cliente es uno-más en la eterna fila, de algunos restós realmente bien, en los que se puede comer a gusto, sin sentir que el mozo está deseando que comas de una vez, pagues y te vayas porque la eterna fila empuja y ahí nomás tiene la próxima presa.

El contexto hace todo. Al mismo saltimbanqui mayormente ignorado en un semáforo se lo aplaude a cuatro manos e innúmeras monedas en la Place des armes. Y vaya si los quebequeses saben contextualizar.

Perdurará en nuestro recuerdo el relato sobre la historia de Quebec (otro balcón al frente de un inquilinato en ruinas) que un guía, historiador, nos narró apasionadamente durante la visita a la Citadelle.

Ville-Marie

Por fin encuentro un lugar de la ciudad que me gusta realmente. Parc Jean-Drapeau, Ile Sainte-Hélène, Montréal. Hasta este banco me trajeron las olas, percibidas desde lejos. Allá enfrente los edificios, el viejo puerto, algunas grúas. Oigo los pájaros, pasan bicicletas, verde por todos lados, este parque vale el viaje.

El trato aquí ha sido excelente. Los montrealeses se me antojan gente macanuda y me parece que para estresarse en esta ciudad hay que hacer un esfuerzo. La dualidad no es sólo lingüística. Y está en todos lados. El consumismo yankee se acopla sin fisuras a la oferta francesa: encuentro todos mis caprichos culinarios en los supermercados pero el formato más chico es invariablemente XXL. La habitación de mi hotel, absurdamente grande, alberga una cama doble cuyo ancho mide dos metros. Lleva tres almohadas. Insensato.

Y la ciudad, una más a esta altura. Pero está bien así, ya no espero nada a nivel occidental, donde mi única intriga es Nueva York. Por momentos me ha parecido que recorría Dublín. Al llegar al puerto viejo creí que estaba en Londres. Por lo demás, aquí hasta el aire lleva impuestos.

Buscando libros en español terminé en la loma del monte real en una librería-tienda-etcétera atendida por argentinos. Apartando la bosta y lo ya leído, me traje Una pica en Flandes, del uruguayo Daniel Chavarría (tan uruguayo como los frijoles y la papaya) y La noche es virgen, de Bayly, abandonado dos veces por un motivo que me tendría que haber llevado a abandonar la lectura de Reinaldo Arenas —lo cual no sucedió, así que la cuestión viene por otro lado. Me traje también algo que —lo sé— hará saltar a Milo en su argentina pata mañana cuando venga.

Al salir de la librería y ramos generales, un pibe mugriento, descalzo y presumiblemente alcohólico me hizo el verso de los zapatos. Su acento era un desafío. Mientras se tomaba el pie por tercera vez, lo subía a la altura de la rodilla para mostrármelo —mugriento es el adjetivo exacto— y me explicaba que le iba la vida si no se compraba zapatos, aporté para la causa, cuestión de que se fuera a comprar un buen par de zapatos tinto, con esas cosas no se juega.

Esto es Montréal, pienso, con la esperanza de que el recorrido planeado (Tadoussac y Lac Saint-Jean entre otros) permita desenchufar de tanto cemento.

Tengo hambre, el sol empieza a pegar, es la hora, allez hop !