Tadoussac alimenta su eterna modorra en el encuentro del río Saint-Laurent y el fiordo de Saguenay. Decir que los paisajes son majestuosos no significa arriesgar una hipérbole. Entre los locales, mayormente caucásicos, se encuentran algunos indígenas innus que venden artesanías y pieles con una amabilidad seca pero franca que da gusto. Las estatuas antropomorfas, vagamente africanas, retuvieron toda nuestra atención.
En la zona del fiordo de Saguenay ingresamos —sin saberlo— en un Guiness turístico, modesto orgullo local: el Hotel Tadoussac es el más antiguo de la región; el fiordo es el más meridional; la bahía de Tadoussac es una de las más bellas del mundo (lejos de conocerlas todas, apostaría a que es cierto); la capilla indígena es la primera capilla de madera de América del Norte. Agrego modestamente a esta lista las cerezas: las mejores que he comido en mi vida.
Dos excursiones nos permitieron conocer el fiordo, el Parque Nacional de Saguenay (imperdible) y asistir al espectáculo en el que belugas, focas y rorcuales, ajenos a tantas embarcaciones, nadan sus rutinas para asombro de niños y no tan niños. Hubo, incluso, una baleine à bosse y una orca, algo insólito según la guía de la excursión, ecologista a muerte cuyas exclamaciones y semi gemidos frente a los cetáceos me llevaron a imaginarla en otras situaciones, Dios nos libre y guarde.
Típico balneario para amantes de la naturaleza. A la noche refresca y a las veintidós horas hasta los restaurantes tienen sueño. Los dos pubs del pueblo son tan animados como las emisiones de El gaucho solo, si se me permite la anacronía. Por los mozos piolas y la comida abundante y sabrosa, no hay mejor restó en la zona que el Café Bohème.
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