Como suele suceder en lugares así, el Viejo Quebec, encogido entre murallas, unesquianamente reconocido, huele un tanto a empapelado y piso flotante. La gente, igualmente macanuda que en Montreal, parece sin embargo más ávida del turista perfecto, es decir del tipo dispuesto a volverse con los bolsillos vacíos pero repleto de fotos y souvenirs. Sin mencionar la propina del 15%, que es una institución (intuyo que el himno nacional canadiense debe mencionarla).
Esa es la clave de los micromundos: puesto a poner un ejemplo conocido, trescientos metros separan los bistrots del quartier latin, en los que cada cliente es uno-más en la eterna fila, de algunos restós realmente bien, en los que se puede comer a gusto, sin sentir que el mozo está deseando que comas de una vez, pagues y te vayas porque la eterna fila empuja y ahí nomás tiene la próxima presa.
El contexto hace todo. Al mismo saltimbanqui mayormente ignorado en un semáforo se lo aplaude a cuatro manos e innúmeras monedas en la Place des armes. Y vaya si los quebequeses saben contextualizar.
Perdurará en nuestro recuerdo el relato sobre la historia de Quebec (otro balcón al frente de un inquilinato en ruinas) que un guía, historiador, nos narró apasionadamente durante la visita a la Citadelle.
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