Y lo mismo es curioso porque que cada vez que el tipo va a alimentar cuervos al Jardin des Plantes, la escena se repite. Hay al principio miradas de viejas desconcertadas, niños absortos, alguna pareja que sonríe paternalmente; en última instancia París es un museo de neurosis en el que, por ejemplo, cualquiera puede departir quince minutos con un clochard sobre las teorías de Hawkins o sobre entomología forense sin que quede muy claro si alguno de los dos tiene la menor idea de lo que dice el otro, además de que el idioma, las buenas costumbres y el mal olor, detalles que no ayudan, pero un tipo que alimenta cuervos, enfin bref…
Luego la casualidad se muestra intención, el tipo quiere definitivamente alimentar a los cuervos y además parece asumirse sin ningún tipo de prejuicio, y de golpe, en una ciudad en la que la indiferencia raya en el virtuosismo, comienza a sentir la condena instalada en ciertas miradas, la venganza solapada del espíritu gregario, gestos vagos que se coagulan y desaprueban como quien espanta disimuladamente una mosca en un cocktail u opina con displicencia sobre el tamaño reducido de la Gioconda, residuos de un vómito largo y espeso que se denomina generalmente buenas costumbres y el hombre, contra por principio y con una extraordinaria concentración de genes de quiróptero, contrarresta con una convicción innegable aunque más bien titubeante, en medio de una docena de cuervos que lo rondan como la parca y le dan un aire entre tenebroso y desfile de llamadas. Termina rápidamente el primer pan, saca un segundo de su bolso y se aplica a su tarea con un aire de evangelizador de última hora.
Parecerá exagerado pero luego de terminado el segundo pan y con un tercero ya descocado la situación es insostenible: todos los niños se han reunido a mirarlo, las parejas ya no sonríen paternalmente, y la señora de capelina blanca sentada en el banco de enfrente a la izquierda lo mira de mala manera mientras arroja algo indescifrable desde esa distancia a un grupo de palomas y torcazas, levanta un poco los hombros, lo señala con el mentón como diciéndoles a las palomas que ese hombre de ahí, vestido de gris y alimentando los cuervos, está redondamente loco, por expresarlo en términos geométricos.
–Bicho mezquino y sagrado como cualquier otro –le comenta el tipo a uno de los cuervos que tiene sobre el hombro derecho–. Jesús, el bautismo, Mateo tres dieciséis, me querés decir qué puede tener de sagrado un plumífero que por naturaleza es desconfiado, que picotea a diestra y siniestra como un perfecto idiota. Además esa posición, toscamente erguida, ni Juan Pablo II en los descuentos caminaba así, tambaleándose torpemente como si a cada rato se fuera a caer. Venime con Noé… después de mí el diluvio, che.
¿Consuelo de los que viven siempre arrastrados por la rutina? Ni idea. Además, nunca se sabrá si la vieja lo oyó, hizo la gran HAL 9000 o simplemente buscaba camorra, pero la primera piedra al tipo le dio en plena frente despejada. Ya la segunda fue una confirmación y la tercera tenía gusto a pitorreo. Dejando de lado las asociaciones léxicas más bien baratieri, el tipo mira a la señora como exigiendo una explicación y recibiendo una sonrisa lejana por toda respuesta. Evalúa cuidadosamente la proeza de despejar los cuervos que lo zumban en un radio estable, para ir a increpar al geronte. Su balance costo/beneficio, justicia/laissez-faire-laissez-passer es interrumpido por algo que se le prende de la mano a la búsqueda de un pan que se terminó. A la sensación lacerante sigue un calor húmedo. La cuarta piedra, en plena frente nuevamente, viene a confirmar que las treguas duran poco, sobre todo aquellas que involucran palomas. Ahora sí, furioso, indignado y sin saber muy bien dónde está, el tipo intenta incorporar el espíritu de Jack Bauer. Es inútil. Ni siquiera puede incorporarse él mismo, a causa de todos los cuervos que tiene encima.
–¡Mierda! –acota escupiendo una pluma y sintiendo el cuerpo un poco apolillado pegado al banco–. Ni que fuera foie gras, un crottin –segunda pluma esputada– o un Saint Emilion, ¡vieja de mierda!, es sólo un poco de pan –quinta piedra; una puntería elogiable.
Ya convertido en un Pollock tridimensional rabioso, el tipo quisiera de todo corazón, ante esa señora y los otros que idénticamente infieren como quien liba, eructar un stop lujosamente rojo y blanco y hacerse al costado, cuestión de ganar a nivel cromático y dejar pasar los carromatos repletos de saltimbanquis, los cardos, las cartas astrales jamás solicitadas, la lluvia, el aburrimiento de los domingos, las cuerdas sobre las que descansan ciertas milongas, la voz de Gardel y otras cosas que le vienen a la mente en momentos así. Pero no logra moverse y quizá sea un poco tarde ya. Nadie sabe exactamente si los cuervos lo han comido o simplemente lo ocultan. Hay quienes acotan que bien puede ser una imagen acorde a sus últimos estados de ánimo. Otros opinan que al tipo lo que le gusta, en el fondo, es evadirse cueste lo que cueste, y que le suele salir bastante bien. Arturito aux trois poils postula que lo que le hace falta es otra cosa, y hace repetidamente un gesto incomprensible con la mano derecha que hace recordar a una lavandera, quizá a la bella y graciosa moza, o a un jugador de tejo cuando empuja el preciado elemento.
En Uruguay, el tipo no ha visto cuervos como los del Jardin des Plantes, aunque le han dicho que los hay. Una verdadera lástima porque conoce una panadería del barrio en la que hacen un pan estupendo.
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