Viejo y cansado, el hocico tibio no se despega del ventanal. Séptimo piso. Más allá el gris, la monotonía de autos y paraguas, los cuervos como manchas, dueños de los árboles. Como siempre, más allá del ventanal pero más acá de la insulsa lamida del Sena que me deja sin ganas de nada, estúpida manera de ahogarse en una ciudad que durante meses no ofrece tregua ni sol. Todo para ver, todo para hacer, pero seguir en cambio debajo de la coraza y la escarcha, filtrando a diario café y vino y vodka y oporto y muscat y kilómetros de letra impresa frente al mismo rostro ajeno repetido en mil gestos. Es cierto, Europa no está tan lejos. Pero Chinaski murió hace tiempo. Gran prostituta, paraíso de las mujeres, infierno de caballos... Aire, por favor.
Polizón en un barco de carga, mi abuelo llegó a Montevideo buscando oro. Venía de Galicia. Tenía catorce años. Mucho antes de que yo naciera él ya había vivido sus mil oficios, sus mujeres y penurias, el desarraigo. Sé que murió en su cama, el corazón indiferente ante la aguja y la adrenalina, sin piernas, viejo y cansado, añorando las rías, la muñeira, un buen pulpo á feira. No lo conocí.
Hoy de mañana volví al consulado español. Es fácil ser polizón con diplomas y cuentas en el banco. Desde hace meses pienso en mi abuelo, siento de nuevo la curiosidad de conocerlo, de vivir algo que acaso se pareciera al arraigo. Esta mañana, en contrapartida a ese gran silencio, un funcionario español con quien terminé hablando en francés por motivos desconocidos me extendió un papelito. Dice que en diez días recibiré otro papelito en el que podré continuar amontonando sellos de colores. Me aseguran que debería sentir algo positivo. Sonrío en silencio, sabiendo con una tristeza absurda que en realidad hubiera preferido conocer a mi abuelo.
Y así sigo, viejo y cansado, la manta hasta las rodillas y el hocico tibio pegado al ventanal. Aire, por favor.
Polizón en un barco de carga, mi abuelo llegó a Montevideo buscando oro. Venía de Galicia. Tenía catorce años. Mucho antes de que yo naciera él ya había vivido sus mil oficios, sus mujeres y penurias, el desarraigo. Sé que murió en su cama, el corazón indiferente ante la aguja y la adrenalina, sin piernas, viejo y cansado, añorando las rías, la muñeira, un buen pulpo á feira. No lo conocí.
Hoy de mañana volví al consulado español. Es fácil ser polizón con diplomas y cuentas en el banco. Desde hace meses pienso en mi abuelo, siento de nuevo la curiosidad de conocerlo, de vivir algo que acaso se pareciera al arraigo. Esta mañana, en contrapartida a ese gran silencio, un funcionario español con quien terminé hablando en francés por motivos desconocidos me extendió un papelito. Dice que en diez días recibiré otro papelito en el que podré continuar amontonando sellos de colores. Me aseguran que debería sentir algo positivo. Sonrío en silencio, sabiendo con una tristeza absurda que en realidad hubiera preferido conocer a mi abuelo.
Y así sigo, viejo y cansado, la manta hasta las rodillas y el hocico tibio pegado al ventanal. Aire, por favor.
2 comentarios:
Este post es uno de esos que sacás cada tanto que me ponen la piel de gallina.
No te puedo explicar todo lo que siento al leer esto. Así que ni lo intento.
si
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