Parecerá inventado pero no lo es. Cuatro y veintidós de la tarde. Arturito abre la puerta de mi oficina oliendo a grappamiel. Despeinado. Mal vestido. Impresentable. Me comenta, expandiéndose casi a los gritos y sin preámbulos salutatorios, que le parece por demás ejemplar que el abogado que lo está divorciando sea el mismo que divorció a sus suegros. Luego agrega que su padre y sus dos medio hermanos también vivieron divorcios.
—Muestras de costumbres familiares —dice, sonriente, mientras yo me quedo pensando en por qué lo había presumido siempre hijo único—. Animales de costumbres, negro. Gregarios hasta la náusea pero lo mismo se va todo al tacho. Y encima regidos por escribas —índice derecho en alto; se tambalea un poco.
No sé si lo que más me sorprende es lo que me dice o el hecho de que ya haya vuelto del exterior. Me decido rápidamente a sacarlo de mi ámbito laboral. Tomándolo del brazo y guiándolo a través del corredor en dirección a la salida, le digo que a veces los CEOs de empresas que quebraron son codiciados bajo el supuesto de que no cometerán los mismos errores nuevamente, y que siguiendo esa lógica, un n veces divorciado debería ser lo que la vox populi pregona como un buen partido, así que va bien encaminado.
—Bastante partido estará, dependiendo del ene —acota, imperturbable.
No encuentro respuesta. Ya fuera, intento sacarle tema preguntándole si está al tanto de la confesión de Günther Grass o qué tiene para decir sobre la muerte de Naguib Mahfud. No dice nada. Permanece gris. A sabiendas de la magnificación y tan sólo para ver si la rabia lo devuelve a este lado de la arena, le comento que en mi opinión la actitud de Buratti no dista mucho de la de Himmler o Goering en su momento. Observa un idéntico silencio. Imposible entrarle hoy. Arturito ancló en Ganímedes y sé de memoria que es estéril cualquier intento. Le doy entonces las llaves de casa y le digo que mejor vaya a dormir una siesta. Manso, acepta, no sin antes aclararme:
—El abogado mencionó un matrimonio que se extinguía y yo imaginé absurdamente que eso que quemaba debía ser el píloro o el bazo. Pero no lo mandé a la mierda porque intuí que en el fondo era un poeta. Un poeta malogrado por aranceles, escritos, cedulones, plumas y papeles de colores y años de hurgar albañales ajenos. Pobre tipo. Pobre tipo de mierda. Recipientario de mis más mediocres técnicas de desplazamiento. Y ahora me voy que en tu casa siempre hay abundante grappamiel. Como me dijo ayer un tipo harto simpático: suerte en pila.
Albañales. Qué palabra.
—Muestras de costumbres familiares —dice, sonriente, mientras yo me quedo pensando en por qué lo había presumido siempre hijo único—. Animales de costumbres, negro. Gregarios hasta la náusea pero lo mismo se va todo al tacho. Y encima regidos por escribas —índice derecho en alto; se tambalea un poco.
No sé si lo que más me sorprende es lo que me dice o el hecho de que ya haya vuelto del exterior. Me decido rápidamente a sacarlo de mi ámbito laboral. Tomándolo del brazo y guiándolo a través del corredor en dirección a la salida, le digo que a veces los CEOs de empresas que quebraron son codiciados bajo el supuesto de que no cometerán los mismos errores nuevamente, y que siguiendo esa lógica, un n veces divorciado debería ser lo que la vox populi pregona como un buen partido, así que va bien encaminado.
—Bastante partido estará, dependiendo del ene —acota, imperturbable.
No encuentro respuesta. Ya fuera, intento sacarle tema preguntándole si está al tanto de la confesión de Günther Grass o qué tiene para decir sobre la muerte de Naguib Mahfud. No dice nada. Permanece gris. A sabiendas de la magnificación y tan sólo para ver si la rabia lo devuelve a este lado de la arena, le comento que en mi opinión la actitud de Buratti no dista mucho de la de Himmler o Goering en su momento. Observa un idéntico silencio. Imposible entrarle hoy. Arturito ancló en Ganímedes y sé de memoria que es estéril cualquier intento. Le doy entonces las llaves de casa y le digo que mejor vaya a dormir una siesta. Manso, acepta, no sin antes aclararme:
—El abogado mencionó un matrimonio que se extinguía y yo imaginé absurdamente que eso que quemaba debía ser el píloro o el bazo. Pero no lo mandé a la mierda porque intuí que en el fondo era un poeta. Un poeta malogrado por aranceles, escritos, cedulones, plumas y papeles de colores y años de hurgar albañales ajenos. Pobre tipo. Pobre tipo de mierda. Recipientario de mis más mediocres técnicas de desplazamiento. Y ahora me voy que en tu casa siempre hay abundante grappamiel. Como me dijo ayer un tipo harto simpático: suerte en pila.
Albañales. Qué palabra.
4 comentarios:
El domingo de mañana paso por la casa de unos amigos, y me convidan (diez a eme, ponele) con una medida de grappamiel. De noche, paso a hacerle un regalito a otro s amigos (diez pe eme, ponele) y me convidan, previo a un matambre arrollado, con un par de medidas de grappamiel. Y el borracho del post, el pelitos ese, tiene harta grappamiel (no, vos tenés harta grappamiel, el va a tu casa).
Que viva el invierno, a veces.
lindo comienzo de día.. desayunando con grappamiel..
ayer Arturito se papó el medio litro que quedaba.. las botellas de vino se salvaron.. por suerte porque tenía un par de vinos chilenos que este infradotado es capaz de mandarse como se mandaría un Faisán dulce
Ud. tienta las fieras... creo recordar la promesa de una botellita de grappamiel, creo... bueno, creo recordar también promesas mías, pero ese es otro cantar, por supuesto...
y una cosa nomás, si hace calor, la grappamiel se toma perfectamente fría (y si no dio el tiempo para la heladera, hay sacrílegos que se animan a meterle hielo)
grappamiel con hiel! blasfemo!
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