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Nuestras discusiones se daban por otras razones. Se daban porque ella odia visceralmente a los payasos, por ejemplo, y yo soy capaz de conmoverme al verlos con los zapatos enormes y la sonrisa pintada y ante su cara de fastidio ensayar un compacto argumentativo basado en la Commedia dell’arte, que la aburre a los quince segundos; o cuando apodábamos Pereira a un perro que nos parecía indiscutiblemente Pereira (porque esperaba en un corredor largo detrás de una reja herrumbrada, y tenía la mirada triste junto a las baldosas rotas, y porque estábamos convencidísimos de que la versión perruna del Pereira de Tabucchi debía ser así: abatida, como aguada) y luego, ya en casa, a mí se me ocurría postular que Pereira sólo había estado triste esa tarde porque una sola oreja estaba baja y la otra a media asta, pero Sol contrarrestaba que imposible, que esa mirada tan triste venía de un pasado notoriamente ominoso y que sólo un insensible y subnormal como yo era incapaz de darse cuenta. Y cuando llovía de madrugada, Sol, a veces me preguntabas en la cama si Pereira tendría techo o estaría mojándose a la intemperie como un bobalicón. Bastaba decirte que de seguro los dueños lo habían echado de una patada para que tu cara se transformase en chaparrón inevitable y te vinieran ganas de ir hasta ahí a buscarlo y traerlo a casa, operación franciscana a la que yo me oponía casi marcialmente, previa improvisación de una defensa con supersticiones tales como el karma perruno o la lástima inexplicable que te generan los ponis, a quienes siempre ves tristes y desencantados y esperando la carroza.
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2 comentarios:
el pony si, tan tristón
tan cerca del piso, tan sin ver por su frondoso cerquillo, pobre pony él.
pobres ponys ni que hablar...
Tal como el comando de liberación de enanos de jardín, habría que hacer un comando por la liberación de los ponys!
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