En un asado cualquiera

Le puede suceder en cualquier lado, en el medio de una clase o en pleno velorio, por ejemplo, pero en los asados familiares es prácticamente infalible. La cuestión es que el brazo siempre sube y una mano lo toma violentamente del cogote, lo hunde en algo como un pantano de vómito, mierda y palabras, execrencias que en ese momento en el que justo estaba evaluando el tenor de las conversaciones le suelen parecer de orden similar, y lo mantiene así, en una incomodidad pituitaria durante un tiempo no pactado. Desde la otredad la semiótica debe esforzarse porque el tipo es críptico y no logra evitarlo. Sabe que tiene los ojos perdidos y que nada lo puede ya no alcanzar sino siquiera rozar. Puede estar triste e ido, buceando mentalmente en Ganímedes, o al borde del hartazgo. Y pese a la amplitud de estados posibles, por lo general está profundamente triste pero con una sensación de calma chicha y promesas de buen viento. Suele recordar cosas que lo marcaron: manos, gestos, un santuario, promesas, vagos paisajes, unos pocos sueños. Y mientras el asado continúa en sordina, en algún momento él oirá música y se dedicará a escucharla. La música variará pero casi con certeza será Mozart, Zitarrosa o Beatles, seleccionada mentalmente según criterios cuyo discernimiento le está vedado. ¿Para qué jugar un partido perdido de antemano?, se preguntará de un momento a otro mientras constata sin asombro y apelando a la visión periférica que algún comensal pulula intrigado en torno a su catatónica suerte. ¿Por qué esta voluntad pingüe y estéril en desproporcionadas medidas? (Es seguro que esta interpelación se la formulará mientras hamaca un vaso semi lleno y siente rechazo y una curiosa envidia al ver al resto de los invitados así, tan felizmente gregarios, fiesta, cotillón, Baco y bacantes, ropa ligera y la atalaya vacía. Estos descuidos se planifican, se dirá muy poco convencido mientras a la curiosa envidia la termina fagocitando el rechazo.) Sabrá tararear los conocidos versos egipcios: Papá murió y se secaron los campos. Luego vino la lluvia y arrasó lo que quedaba. Terminará prontamente el vaso tan sólo para llenarlo de nuevo al tiempo que pensará para qué te hicieron hondo, vaso dime para qué. Si la situación apremia porque a alguien se le ocurre que está así por timidez y entonces se le acerca con un tono entre docente y conciliador para hablarle de bueyes perdidos, de las bondades del omega-3 o, por qué no, de entomología o de fútbol, él apelará a su largo repertorio de monosílabos y muecas, o directamente a la reclusión en el baño, donde corroborará frente al espejo cuánto detesta el espíritu censista, el intento de empadronar las explicaciones de una derrota, tentativa sólo útil para converger al consuelo tres por diez y evitar ver lo que realmente hay que ver (porque sabe que algo hay que ver y que no logra ver.). En algún momento, sediento, volverá al asado con renovados bríos. Será cuestión de segundos hasta que el brazo nuevamente suba y la mano lo agarre del cogote y lo hunda otra vez en el pantano. Nada que hacerle, más recuerdos e imágenes y así seguirá, dominado por el trance hasta que venga otra mano que nada tiene que ver con la anterior, porque esta mano pernocta en las tres dimensiones cotidianas y lo tironea por la manga y le dice alegre y sabiamente: che, andá picando un poco de chorizo que se enfría; cosas que también pueden suceder en cualquier lado pero que en los asados resultan un invariante.
Javier CoutoJavier Couto (Montevideo, 1974) es narrador. En 2010 obtuvo una mención de honor por Voces (cuentos) en el XVII Premio Nacional de Narrativa “Narradores de la Banda Oriental”. Su novela Thot fue finalista del Premio Minotauro 2013 (Editorial Planeta). En 2014 obtuvo una mención de honor con su libro de cuentos Del otro lado, en el Concurso Literario Juan Carlos Onetti 2014 y la primera mención en el Concurso Internacional de cuentos Julio Cortázar.

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