La excelencia no se compra. La genialidad mucho menos aún. Quizá la primera se pueda cultivar, ya sea en cunas de oro, en trastornos narcisistas o vía loterías cromosómicas. Quizá.
En su rol docente, el hombre asiste con una cierta cotidianeidad a la verificación de lo antedicho, pues lo que se intenta forjar ya tiene forma y –para bien o mal– contenido. Muchas veces, gracias a enormes brazadas verbales y silogismos poquito a poco, logra que las meninges del estudiante permeen y en algún momento llega el zás claro claro era así cómo no me di cuenta. Pero no son menos las ocasiones en las que constata que le está hablando a una pared. Y aunque muchas veces, mitad convencido, mitad resignado y triste, remite su función a la de un simple pero necesario enduido, de vez en cuando, metido hasta el cogote en una explicación intrincada, comienza a sentir un frío profundo, dureza de manos y pies, labios partidos, súbito encogimiento de hombros. Es cuestión de segundos y por ahí aparece George Mallory, quien siempre saluda cortésmente e invariablemente dice en perfecto rioplatense:
-¿Qué hacés, flaco, cómo andás? Che, decime, ¿aquellos puntitos a 8.848 metros más abajo son estudiantes?
Entre hormiga y frustrado, el hombre responde que no sabe pero que probablemente sean transeúntes o algo como majuga o relleno paisajístico o inquietos jalones o casualidades de esas inevitables pero igualmente gelatinosas. Sin embargo, admite íntimamente y en silencio su fracaso. Recuerda a Moisés, a Mohandas Gandhi, a Artigas y frente al primer espejo se trata de perfecto incapaz durante minuto y medio, tiempo más que suficiente para caer en la cuenta de que en realidad, más allá de su irritante nivel de exigencia y de sus imbéciles presupuestos de pequeño burgués, la excelencia no se compra y la genialidad mucho menos todavía. El hombre piensa, en algo que tiene gusto a juramento o a régimen inquebrantable, que la primera es una actitud de vida y la segunda un don divino o un golpe de suerte, según el grado de escepticismo del magistrado actuante.
En su rol docente, el hombre asiste con una cierta cotidianeidad a la verificación de lo antedicho, pues lo que se intenta forjar ya tiene forma y –para bien o mal– contenido. Muchas veces, gracias a enormes brazadas verbales y silogismos poquito a poco, logra que las meninges del estudiante permeen y en algún momento llega el zás claro claro era así cómo no me di cuenta. Pero no son menos las ocasiones en las que constata que le está hablando a una pared. Y aunque muchas veces, mitad convencido, mitad resignado y triste, remite su función a la de un simple pero necesario enduido, de vez en cuando, metido hasta el cogote en una explicación intrincada, comienza a sentir un frío profundo, dureza de manos y pies, labios partidos, súbito encogimiento de hombros. Es cuestión de segundos y por ahí aparece George Mallory, quien siempre saluda cortésmente e invariablemente dice en perfecto rioplatense:
-¿Qué hacés, flaco, cómo andás? Che, decime, ¿aquellos puntitos a 8.848 metros más abajo son estudiantes?
Entre hormiga y frustrado, el hombre responde que no sabe pero que probablemente sean transeúntes o algo como majuga o relleno paisajístico o inquietos jalones o casualidades de esas inevitables pero igualmente gelatinosas. Sin embargo, admite íntimamente y en silencio su fracaso. Recuerda a Moisés, a Mohandas Gandhi, a Artigas y frente al primer espejo se trata de perfecto incapaz durante minuto y medio, tiempo más que suficiente para caer en la cuenta de que en realidad, más allá de su irritante nivel de exigencia y de sus imbéciles presupuestos de pequeño burgués, la excelencia no se compra y la genialidad mucho menos todavía. El hombre piensa, en algo que tiene gusto a juramento o a régimen inquebrantable, que la primera es una actitud de vida y la segunda un don divino o un golpe de suerte, según el grado de escepticismo del magistrado actuante.
2 comentarios:
El problema no está en la procacidad del dicho del sir, ni en la distancia discutible de los cacúmenes comparados (ambas acepciones, por favor), sino en la infinita perversidad del método, más aún cuando bancario (según el pedagogo del oprimido que tan mal escribe).
Insostenible, to say the least, pero fiel (aunque no muy cruel) imagen del horror que la sostiene y promueve.
Al menos queda el absurdo desquite de quitar puntos por faltas.
Vos mismo trajiste al ruedo a McLuhan en un post anterior. Estuve en una defensa en la que no podía dejar de pensar en su idea central... El medio se movía a dos por hora y articulaba cual crazy frog valium sublingual. Del mensaje mejor no hablamos.
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