Puede ser esta maldita espera en Madrid o este último tramo retrasado o haberme tirado velozmente por el Museo del Prado tan sólo para confirmar que una exposición del Tintoretto anulaba toda viabilidad de visitarlo (un mundo de gente esperando en la calle; 7 grados centígrados y yo con un abrigo demasiado ligero; una conexión que me dejaba margen pero sin exagerar). O puede ser también el viaje más malo que recuerde haber realizado (abandonad oh mortales toda idea de viajar por aerolíneas argentinas o, si no hay más remedio, comunicaos con Virgilio previamente) o el comienzo de un desarraigo que hará su implacable labor de termita o haber estado conversando con el policía de migraciones aquí en Barajas sobre todos los indocumentados (o con falsos pasaportes o visas) que vi desfilar en la hora y media que me tocó hacer de cola. O tal vez sea haber prácticamente fagocitado el segundo tomo de las Cartas de Cortázar y sentir que volverá el tiempo para leer como quiero y no como puedo. En todo caso di de chiripa con este texto de Carlos Liscano que me dejó el estomago por el suelo (¿o habrá sido ese menjunje que la azafata llamó “pollo” contra la otra opción de “pasta” que de seguro era base?), la cabeza en el hígado y el café con leche y perifar grip andá a saber dónde.
Advirtiendo que para entender mejor lo que sigue hay que conocer algo de la vida de Liscano, del libro “La sinuosa senda” transcribo “Relato para una hija sobre su padre”.
Advirtiendo que para entender mejor lo que sigue hay que conocer algo de la vida de Liscano, del libro “La sinuosa senda” transcribo “Relato para una hija sobre su padre”.
Una noche viniste de mujer a mi casa y me preguntaste cómo era tu padre.
Yo ya tenía casi cincuenta años y me había preparado un cuarto de siglo para contestarte.
"Tu padre, recuerdo que empecé, para mí todavía tiene veintitrés y sigue siendo mi amigo.
Era un muchacho que fumaba mucho. Andaba por la ciudad como un campesino entre terrones y a veces le dolían las muelas.
Le gustaban los niños y tenía la pura pasión de la dignidad.
Recuerdo exactamente cómo y dónde lo mataron: vos tenías seis días."
A las cinco de la mañana, después de hablarte toda la noche, me di cuenta de que no te había dicho lo más importante.
Porque las ideas por las que un día estuvimos dispuestos a morir, aquellas por las que algunos de los nuestros murieron, dejaron de ser ideas por las que hoy estaríamos dispuestos a morir.
Aunque debí, no pude decírtelo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario