–¿Qué pensaste, Santiago? ¿Querés? ¿No querés? ¿O querés pero no querés?
Strada comenzó a hilvanar rápidamente, consciente de que el ultimátum era ineludible y su postulado no le parecía más insensato que afiliarse a un club de manualidades en uranio 235 o practicar el bungee jumping en el puente peatonal de Salinas. ¿Quería? Daba manotones en la bolsa de argumentos como los niños en las rifas por televisión. ¿No quería? Como si el ángel Gabriel hubiera descendido, se daba cuenta de que no podía no querer en el corto plazo y seguir con Sol en el mediano; enfrentado a un árbol decisional que más bien degeneraba en arbusto tautológico, concluía rápidamente lo que venía evitando desde hacía unos días: tenía que querer. QED.
Pero tampoco iba a ser cuestión de dar un sí a la Gorbachov, quería claudicar como un cimarrón (los aires campestres le venían de Zitarrosa), algo compadrito como el caminar de los cuervos, aun recordando que el que había sentenciado a la tarde «Quod scripsi, scripsi» se había lavado las manos a la mañana. Finalmente le pareció encontrar algo, vio que la luz descubría un intersticio y ahí mismo tenía que aplicar la palanca.
–Sí, quiero…
–¿¡En serio!? –dijo Sol.
–Pará, pará, descolgá las guirnaldas, cortá la música, esperá. Sí, quiero. Está bien. Pero sin los dos.
–¿Cómo sin los dos?
–Entendés muy bien. Y no es un parricidio sino las cosas en su lugar.
–…
–Hola. ¿Seguís ahí?
–…
–¿Sol?
–Pero, Santiago, ¿qué querés que haga con papá?
–Ah, eso no lo sé, lo hablamos luego, no lo tengo muy pensado. Pero sin los dos, tiene que ser sin los dos. ¿Te imaginás, si no, el gasto en pañales?
–¡Pero no seas fantoche!
–En serio, pensalo.
–Santiago, pese a todo es mi padre.
–Sí, eso mismo, pese a todo, ese pese a todo pesa. Pesá todo y fijate.
Strada comenzó a hilvanar rápidamente, consciente de que el ultimátum era ineludible y su postulado no le parecía más insensato que afiliarse a un club de manualidades en uranio 235 o practicar el bungee jumping en el puente peatonal de Salinas. ¿Quería? Daba manotones en la bolsa de argumentos como los niños en las rifas por televisión. ¿No quería? Como si el ángel Gabriel hubiera descendido, se daba cuenta de que no podía no querer en el corto plazo y seguir con Sol en el mediano; enfrentado a un árbol decisional que más bien degeneraba en arbusto tautológico, concluía rápidamente lo que venía evitando desde hacía unos días: tenía que querer. QED.
Pero tampoco iba a ser cuestión de dar un sí a la Gorbachov, quería claudicar como un cimarrón (los aires campestres le venían de Zitarrosa), algo compadrito como el caminar de los cuervos, aun recordando que el que había sentenciado a la tarde «Quod scripsi, scripsi» se había lavado las manos a la mañana. Finalmente le pareció encontrar algo, vio que la luz descubría un intersticio y ahí mismo tenía que aplicar la palanca.
–Sí, quiero…
–¿¡En serio!? –dijo Sol.
–Pará, pará, descolgá las guirnaldas, cortá la música, esperá. Sí, quiero. Está bien. Pero sin los dos.
–¿Cómo sin los dos?
–Entendés muy bien. Y no es un parricidio sino las cosas en su lugar.
–…
–Hola. ¿Seguís ahí?
–…
–¿Sol?
–Pero, Santiago, ¿qué querés que haga con papá?
–Ah, eso no lo sé, lo hablamos luego, no lo tengo muy pensado. Pero sin los dos, tiene que ser sin los dos. ¿Te imaginás, si no, el gasto en pañales?
–¡Pero no seas fantoche!
–En serio, pensalo.
–Santiago, pese a todo es mi padre.
–Sí, eso mismo, pese a todo, ese pese a todo pesa. Pesá todo y fijate.
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