–No es mala idea. El problema con el Lord es que no sólo no le van a pagar sino que lo están usando. El desprecio resulta evidente. El viejo por homofóbico y Alejandro por erudifóbico. Dicho sea de paso, el viejo se volvió a atragantar pero una vez más no se murió. Hay cada enfermo ejerciendo de padre. La paternidad está de saldos, te digo.
–Ni que lo digas –murmuró Gabriel–. ¿Y vos vas a ejercer en carácter de qué, más o menos?
–Me vas a decir que estoy loco.
–Noooo. Si te dijera eso, de seguro vos…
–Supongo –dijo Santiago–. En cuyo caso, ante mi respuesta, vos estarías argumentando como cuando…
–Pero es claro que no te rebatiría –interrumpió Gabriel, pidiendo el cigarrillo– porque te largarías con prolegómenos tendientes a mostrarme cómo minaste cuidadosamente el campo y que por eso debería tener cuidado, aunque quizá sea demasiado tarde y ya mi pie me traicionó con su ceguera comprensible, su ignorancia absoluta, un tacto confirmatorio más que anticipador, un instrumento inútil.
–Sí –concluyó Santiago–, algo por el estilo, mi querido no man’s land. De todos modos, Sol me preguntó si me había decidido y le dije que sí.
–¿Así nomás?
–¡No! ¿Estás loco? Puse mis condiciones.
–Pero si el ultimátum te daba más tiempo y no era definitivo.
–Sí, pero puse mis condiciones.
Gabriel lo observaba de reojo, mordiéndose los labios para no reírse porque las condiciones a las que apelaba Santiago en momentos de crisis solían ser dignas de una ponencia a clasificar. Santiago fumaba y largaba el humo contenido mirando al cielo. Cada pitada parecía un ruego.
–…
–Sin los dos –dijo.
Gabriel le pidió el cigarrillo y comenzó a fumarlo, forzándose al silencio porque le parecía que en el fondo Santiago le había embocado con la condición, aunque pocos segundos más tarde comenzaba a detectar algo muy ridículo, algo tan irreal que le empezaba a dar la idea para un artículo que remplazara el de los problemas de la percha del Nilo en Tanzania, y que sin saber muy bien por qué le empezaba a dar ganas de reírse. Sin los dos como condición para tener un hijo, lo que se dice una contención de daños. Tenía que ser un chiste pero no lo era, la cara de Santiago como esperando un veredicto lo decía todo y él tenía que jugar el papel del amigo, apoyar, mostrar los aspectos rescatables, darle el empujón prospectivo que lo sacara de esa cara de bobalicón cósmico a la espera de una sentencia y decirle que todo iba a estar perfectamente, que un hijo caía como pan del cielo así que ya mismo era cuestión de ponerse a planificar la inminente paternidad, los escarpines, el nombre, el set de sonajeros y si decirle o no que los reyes son los padres, dilema que Santiago Strada jamás había resuelto. A los treinta segundos Gabriel estaba de rodillas, apoyado en la pared para no caerse, muerto de risa.
–Me imaginaba –dijo Santiago–. Pero no está tan mal como condición, Gabriel. Pensalo bien.
Se miraron fijo y Santiago cayó al costado de Gabriel, gritando convencido que no estaba tan mal como condición pero sin poder aguantar la risa. Gabriel concedía que no estaba tan mal porque debía de haber peores y volvían a hundirse entre carcajadas y un cigarrillo que se iba consumiendo.
–Ni que lo digas –murmuró Gabriel–. ¿Y vos vas a ejercer en carácter de qué, más o menos?
–Me vas a decir que estoy loco.
–Noooo. Si te dijera eso, de seguro vos…
–Supongo –dijo Santiago–. En cuyo caso, ante mi respuesta, vos estarías argumentando como cuando…
–Pero es claro que no te rebatiría –interrumpió Gabriel, pidiendo el cigarrillo– porque te largarías con prolegómenos tendientes a mostrarme cómo minaste cuidadosamente el campo y que por eso debería tener cuidado, aunque quizá sea demasiado tarde y ya mi pie me traicionó con su ceguera comprensible, su ignorancia absoluta, un tacto confirmatorio más que anticipador, un instrumento inútil.
–Sí –concluyó Santiago–, algo por el estilo, mi querido no man’s land. De todos modos, Sol me preguntó si me había decidido y le dije que sí.
–¿Así nomás?
–¡No! ¿Estás loco? Puse mis condiciones.
–Pero si el ultimátum te daba más tiempo y no era definitivo.
–Sí, pero puse mis condiciones.
Gabriel lo observaba de reojo, mordiéndose los labios para no reírse porque las condiciones a las que apelaba Santiago en momentos de crisis solían ser dignas de una ponencia a clasificar. Santiago fumaba y largaba el humo contenido mirando al cielo. Cada pitada parecía un ruego.
–…
–Sin los dos –dijo.
Gabriel le pidió el cigarrillo y comenzó a fumarlo, forzándose al silencio porque le parecía que en el fondo Santiago le había embocado con la condición, aunque pocos segundos más tarde comenzaba a detectar algo muy ridículo, algo tan irreal que le empezaba a dar la idea para un artículo que remplazara el de los problemas de la percha del Nilo en Tanzania, y que sin saber muy bien por qué le empezaba a dar ganas de reírse. Sin los dos como condición para tener un hijo, lo que se dice una contención de daños. Tenía que ser un chiste pero no lo era, la cara de Santiago como esperando un veredicto lo decía todo y él tenía que jugar el papel del amigo, apoyar, mostrar los aspectos rescatables, darle el empujón prospectivo que lo sacara de esa cara de bobalicón cósmico a la espera de una sentencia y decirle que todo iba a estar perfectamente, que un hijo caía como pan del cielo así que ya mismo era cuestión de ponerse a planificar la inminente paternidad, los escarpines, el nombre, el set de sonajeros y si decirle o no que los reyes son los padres, dilema que Santiago Strada jamás había resuelto. A los treinta segundos Gabriel estaba de rodillas, apoyado en la pared para no caerse, muerto de risa.
–Me imaginaba –dijo Santiago–. Pero no está tan mal como condición, Gabriel. Pensalo bien.
Se miraron fijo y Santiago cayó al costado de Gabriel, gritando convencido que no estaba tan mal como condición pero sin poder aguantar la risa. Gabriel concedía que no estaba tan mal porque debía de haber peores y volvían a hundirse entre carcajadas y un cigarrillo que se iba consumiendo.
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