Las primeras gotas frías de la garúa, que seguía lenta pero implacable, lo devolvieron a la realidad, al croissant inmóvil sostenido a pocos centímetros de la boca, al bolo alimenticio reclamando saliva, a la idea de dar un paseo por la reserva de fauna autóctona para luego tirarse en el sillón del estar a leer un poco, mirando esporádicamente hacia el bosque, oliendo la humedad que traería el viento, los pinos mojados.
Decidió subir al auto, volver a la caricia de Ekdahl. La idea de tener un hijo lo angustiaba genuinamente. Temía obrar como si tan sólo siguiera un impulso de la raza, caer en la mediocridad de ejecutar lo esperado y verse un día al espejo golpeándose el pecho al grito de «¡Qualis pater, talis filius!» o de la versión menos letrada pero no muy disímil de «¡Hijo’e tigre!». Era reticente a iniciarse al capítulo universal Sea el primogénito como quien va al quilombo del barrio o fuma el primer cigarrillo ante la presión liceal. Nunca se había visto como un padre, aunque sus esporádicas incursiones en la docencia le hubieran mostrado que le gustaba enseñar, sentir el placer de ayudar a alguien a comprender algo, así ese algo fuera una serie de Taylor y no cómo comer el puré de manzana con mediana autonomía o atarse los cordones hábilmente. Era así y no le parecía demasiado injusto, por lo menos consigo mismo, aunque lamentara un poco creer que era mejor transmitir el conocimiento que los genes, misteriosas cadenas donde imaginaba que estaría perfectamente escrita la historia humana, desde el cordón umbilical al plateado, nacer, hacer pipí y popó, decir papá y mamá, los monosílabos más simples repetidos para orgullo y emoción de padres y parientes, aprender a jugar, a estudiar, rebelarse, mujeres u hombres o ambos, trabajo, una casa, un auto, un hijo, quizá el segundo, por qué no un tercero, ser un buen padre, una buena madre, ser útil, lo que se dice un buen homo sapiens, servir, plantar un árbol, escribir un libro y finalmente besar la tierra o entregarse al polvo. Una trayectoria que en el fondo le parecía perfectamente inútil. Conocía de sobra los argumentos en torno a la felicidad, a la extensión de uno mismo, al milagro de crear vida (el hecho de que alguien se sintiera demiurgo por su ínfima participación en un proceso que en realidad no controlaba le parecía digno de un poeta o de un imbécil), pero en la vida se sentía inquilino y lo que le gustaba sin intermediación alguna era la muerte, que honraba como los antiguos guerreros. Contrario a las consignas al por mayor, nunca había cargado una bandera que no fuera la suya y no quería cargar con un hijo ni hacer a nadie cargar un padre así. Pero había también el recuerdo de una infancia particularmente triste, de pocos amigos y muchas traiciones, esteparia; el temor de transmitir una tendencia a la pesadumbre enmascarada por la ironía. Y todo esto sin dejar de reconocerse ampliamente egoísta y de profunda raíz anárquica, un antiescolástico ejemplar, resquicios de una adolescencia revoltosa e iconoclasta de la que había sobrevivido gracias a la facilidad para el estudio y bastante suerte.
Decidió subir al auto, volver a la caricia de Ekdahl. La idea de tener un hijo lo angustiaba genuinamente. Temía obrar como si tan sólo siguiera un impulso de la raza, caer en la mediocridad de ejecutar lo esperado y verse un día al espejo golpeándose el pecho al grito de «¡Qualis pater, talis filius!» o de la versión menos letrada pero no muy disímil de «¡Hijo’e tigre!». Era reticente a iniciarse al capítulo universal Sea el primogénito como quien va al quilombo del barrio o fuma el primer cigarrillo ante la presión liceal. Nunca se había visto como un padre, aunque sus esporádicas incursiones en la docencia le hubieran mostrado que le gustaba enseñar, sentir el placer de ayudar a alguien a comprender algo, así ese algo fuera una serie de Taylor y no cómo comer el puré de manzana con mediana autonomía o atarse los cordones hábilmente. Era así y no le parecía demasiado injusto, por lo menos consigo mismo, aunque lamentara un poco creer que era mejor transmitir el conocimiento que los genes, misteriosas cadenas donde imaginaba que estaría perfectamente escrita la historia humana, desde el cordón umbilical al plateado, nacer, hacer pipí y popó, decir papá y mamá, los monosílabos más simples repetidos para orgullo y emoción de padres y parientes, aprender a jugar, a estudiar, rebelarse, mujeres u hombres o ambos, trabajo, una casa, un auto, un hijo, quizá el segundo, por qué no un tercero, ser un buen padre, una buena madre, ser útil, lo que se dice un buen homo sapiens, servir, plantar un árbol, escribir un libro y finalmente besar la tierra o entregarse al polvo. Una trayectoria que en el fondo le parecía perfectamente inútil. Conocía de sobra los argumentos en torno a la felicidad, a la extensión de uno mismo, al milagro de crear vida (el hecho de que alguien se sintiera demiurgo por su ínfima participación en un proceso que en realidad no controlaba le parecía digno de un poeta o de un imbécil), pero en la vida se sentía inquilino y lo que le gustaba sin intermediación alguna era la muerte, que honraba como los antiguos guerreros. Contrario a las consignas al por mayor, nunca había cargado una bandera que no fuera la suya y no quería cargar con un hijo ni hacer a nadie cargar un padre así. Pero había también el recuerdo de una infancia particularmente triste, de pocos amigos y muchas traiciones, esteparia; el temor de transmitir una tendencia a la pesadumbre enmascarada por la ironía. Y todo esto sin dejar de reconocerse ampliamente egoísta y de profunda raíz anárquica, un antiescolástico ejemplar, resquicios de una adolescencia revoltosa e iconoclasta de la que había sobrevivido gracias a la facilidad para el estudio y bastante suerte.
2 comentarios:
lo entiendo como si para mi hubiera sido escrito
mudo, me dejó. Un error digno de leerse.
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