Montevideo

Las vacas que se escaparon
de los palos y los dueños
aún andan por las barriadas
vagando como en un sueño

Fernando Solanas

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Notas tomadas en 2004. Aún vigentes, duelen menos. No cambió la ciudad sino el torpe amanuense. Gallego, cachila y sombrero, sos extranjero tanto como yo. Nacido en A Coruña, mi abuelo llegó a principos del siglo veinte, de polizonte y catorce años, tras un Montevideo en cuyo puerto, según mentaban, se recogían pepitas de oro. No lo conocí. A mis otros abuelos tampoco. Mi desarraigo es, primero, familiar; luego, geográfico.

Llegué la semana pasada. Me juré que, un día, los ingenieros viales que han deshonrado a esta ciudad serán ejecutados en plaza pública, si no es que la muerte les ha otorgado antes otro destino, acaso más digno. En escasos cinco días fui fiel a mis rituales. Compré libros, mayormente por reflejo, y charlé un rato con los bouquinistes de Tristán Narvaja. Por momentos no pude evitar que me ganara esa tristeza que quemaba y venía de abajo, de algo que tenía que ser el píloro porque el spleen, según creo, es una superstición. Circe, que acertó a obsequiarme Valfierno, asocia mi gabardina a cierto personaje novelístico del cual, hoy, prefiero recordar una confesión: "Por más que me pese nunca seré un indiferente como Etienne".


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Al otro día de haber vuelto de París, Santiago Strada iba en un taxi camino a una casa desconocida en el barrio Jacinto Vera, escuchando despreocupadamente al taxista, que lo ponía al día de las principales noticias del país. Mirando por la ventanilla, devolvía indiferente alguna pregunta sobre quién era ese jugador nuevo en Peñarol o cómo se podía entender que Uruguay pudiera quedar de nuevo descalificado para el mundial. «Y con lo mal que ligamos, maestro», se quejaba del otro lado de la mampara el conductor, mientras metía otro bocinazo y agregaba un «Laputaqueteparióporquénotefijáspordóndecarajomanejáshijodeputa.»

«La finesse autochtone, quoi…», se dijo Santiago sin que le causara gracia. Comenzaba a darse cuenta de que volver no era tanto un regreso sino un lento proceso de ajuste que en realidad le parecía un repliegue. La arquitectura, los ruidos y los olores, el trato de la gente, la falta de educación, los medios de transporte, la comida, los hurgadores, el jet set y la farándula que por momentos le parecían monigotes de mímicas parafinosas apareciendo en revistas y por el paralelepípedo detestable, la lentitud de los periodistas al hablar; en todo había algo nuevo que (y tomar conciencia de eso era lo que más le angustiaba) era en realidad una ausencia que siempre había estado pero que nunca había visto.

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Para el período de aclimatación su lista de tareas se conformaba por (a) esperar a que se realizaran los trámites del puesto que le habían prometido, (b) recorrer disquerías y librerías, (c) visitar el Cementerio del Norte y (d) caminar Montevideo para ponerse al día, tarea que en dos días dio por concluida. Con no poca pesadumbre se iba sintiendo vencido por la oferta cultural, las formas de hablar, el lenguaje como un pez en un acuario, plagado de latiguillos detestables, una prosodia en la que le parecía vislumbrar un ruinoso calco del acento porteño que tan bien le queda a los porteños pero a los montevideanos para qué, la incómoda hermandad callejera, el desinterés y la desidia generalizadas, el régimen de la espera, el notemetás como método, las puertas que nadie se dignaba sostener, los ruidos del tránsito, la contaminación sonora de la ciudad, que notaba por primera vez. Ya tenía un equipo de audio (una de las primeras medidas que había tomado al llegar) y se había instalado austeramente en el apartamento de la calle Scosería que Gabriel le había conseguido, consciente hasta la médula de que su examen inicial no pasaba de superficial y pequeñoburgués, y no era nada que no pudiera solucionar una botella de buen oporto, un corrido de Los Tigres del Norte o un pasaje sólo ida a París.

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No veía un sol como ése desde principios de agosto y hacía cuatro años que no sentía un calor tan pegado al cuerpo. Se subió al ómnibus en Bulevar Artigas y Colorado, y saludó instintivamente al conductor, que le devolvió una mirada y un silencio, mientras arrancaba antes de cerrar la puerta, y subía el volumen de la radio en la que sonaba una cumbia plancha que a Santiago le resultó vomitiva. Dudó en dirigirse a la gente con algo que bien podría comenzar: «contra la impermeabilidad hipopotámica del honorable público», pero, intuyendo un honorable público ejemplarmente hipopotámico y poco propicio a discursos ultraístas, decidió pagarle el boleto al guarda (que de seguro también era sordomudo), tomar asiento y camuflarse con el paisaje que le hacía recordar a los comedores de papas de Van Gogh. Al sentarse, ajeno a la cumbia plancha, a Ingrid, al par de mongoloides responsables de ese transporte capitalino, a Montevideo, y reviviendo la sensación de ahogo que le había causado el cuadro cuando lo vio por primera vez una Navidad en Amsterdam, sintió como si una mano le empujara la cabeza y lo forzara a mirar algo. Entonces vio por primera vez a Sol, con dos cuadernos bajo el brazo.

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Y en ese pleno diciembre, con treinta y dos grados yo todavía traía el invierno en los huesos, en la mirada, en las imágenes de un Montevideo que iba redescubriendo sin misterio ni emoción, repitiéndome peccata minuta ante cada choque cultural que más bien me parecía una pasada de aplanadora, temiendo lo que me deparara la cotidiana, insoportable condición de existir.

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En algún momento se metió en un bar a desayunar. Estuvo media hora leyendo un diario con desgano, enterándose de la novedad nacional, que le parecía que de novedad tenía poco y de nacional demasiado.
Javier CoutoJavier Couto (Montevideo, 1974) es narrador. En 2010 obtuvo una mención de honor por Voces (cuentos) en el XVII Premio Nacional de Narrativa “Narradores de la Banda Oriental”. Su novela Thot fue finalista del Premio Minotauro 2013 (Editorial Planeta). En 2014 obtuvo una mención de honor con su libro de cuentos Del otro lado, en el Concurso Literario Juan Carlos Onetti 2014 y la primera mención en el Concurso Internacional de cuentos Julio Cortázar.

3 comentarios:

basilia dijo...

siempre es un shock cultural
muuucho más shock que cultural

Javier Couto dijo...

lo dice por experiencia?

Zeta dijo...

La puta! qué montevideanos estamos todos últimamente!
Este es de los posts que me gustan, más de lo que suelo admitir.