Revisando lecturas adolescentes me encontré con dos fragmentos que había señalado del Tratado Teológico-Político de Spinoza. Tan sólo a la vista de estos fragmentos y teniendo en cuenta la dimensión temporal (siglo XVII), no causa sorpresa que a Spinoza lo hayan excomulgado y condenado a destierro. En un plano personal me llama la atención, sin embargo, constatar cómo se mantiene la influencia de lecturas de hace quince años o más. Si bien en esta época de posmodernidad aburridísima lo que señala Spinoza resulta acaso una trivialidad, la distinción entre adulación y adoración me resulta brillante. Los dos fragmentos son:
1. No hay medio más eficaz para gobernar a la masa que la superstición. Nada extraño, pues, que bajo pretexto de religión, la masa sea fácilmente inducida ora a adorar a sus reyes como dioses, ora a execrarlos y a detestarlos como peste universal del género humano. A fin de evitar, pues, este mal, se ha puesto sumo esmero en adornar la religión, verdadera o falsa, mediante un pomposo ceremonial que le diera prestigio en todo momento y le asegurara siempre la máxima veneración por parte de todos.
2. Me ha sorprendido muchas veces que hombres que se glorían de profesar la religión cristiana, es decir el amor, la alegría, la paz, la continencia y la fidelidad a todos, se atacaran unos a otros con tal malevolencia y se odiaran a diario con tal crueldad, que se conoce mejor su fe por estos últimos sentimientos que por los primeros. (...) Al investigar la causa de este mal, me he convencido plenamente de que reside en que el vulgo ha llegado a poner la religión en considerar los ministerios eclesiásticos como dignidades y los oficios como beneficios y en tener en alta estima a los pastores. Pues, tan pronto se introdujo tal abuso en la iglesia, surgió inmediatamente en los peores un ansia desmedida por ejercer oficios religiosos, degenerando el deseo de propagar la religión divina en sórdida avaricia y ambición. De ahí que el mismo templo degeneró en teatro, donde no se escucha ya a doctores eclesiásticos sino a oradores arrastrados por el deseo, no ya de enseñar al pueblo, sino de atraerse su admiración, de reprender públicamente a los disidentes y de enseñar tan sólo cosas nuevas e insólitas, que son las que más sorprenden al vulgo. ¿Nos extrañaremos entonces, de que de la antigua religión no haya quedado más que el culto externo (con el que el vulgo parece adular a Dios, más bien que adorarlo) y de que la fe ya no sea más que credulidad y prejuicios?
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