Porque él no tenía ni idea de lo que podía causar, estar de visita en París después de dos años, pasar por casa, acercarse a la biblioteca, dejar caer un che, se ha agrandado, y casi de inmediato, al llegar a la trilogía involuntaria de Levrero que hace poco encontré en una librería minúscula de Figueres, gran milagro, decir como si nada mirá, Levrero, a mí se me murió Levrero, sí, se me murió, algo que sólo un médico que vive la medicina como él puede expresar en esos términos, ignorando ciclos vitales y épicas varias, Levrero no se murió, se le murió. No, él no tenía ni idea de lo que podía causar, pero como tampoco me va de exagerado todo fue más bien una pregunta tímida que podía ser algo como mirá, el mismo Levrero, el escritor. Sí, sí, pero en ese momento yo no sabía quién era.
Luego mi amigo me dice que lo trató hasta el final y me relata brevemente el episodio, antes de que la charla derive de un vocabulario codificado hacia las cosas verdaderamente importantes, es decir el tamaño indecente de los champiñones que prometí prepararle a la sartén, junto con el pavo que tanto extrañó, la salsa que adora, el vino omnipresente, y ya la charla está en otro lado, en Uruguay, en Francia, en su hermano en España, en su amiga en Andorra, la charla está en todos lados pero no está conmigo, continúo pensando en Levrero, en la casualidad, esa misma casualidad que me llevó a encontrarme con este amigo el día anterior en la calle, por el Bd Saint Michel esquina Vaugirard, mientras yo esperaba su llamada, en el momento exacto en que yo miraba el celular de Milo a ver si sonaba y él venía buscando un lugar para comprar una tarjeta para telefonearme, darnos de frente, sentir un grito bien uruguayo y bromear con que París es un pañuelo.
La charla siguió, por todos lados pero no conmigo, aunque yo estuviera con ella y con los champiñones, que quedaron buenísimos, gigantes, oscuros, tan oscuros como Levrero y sus alas, como Levrero y sus novelas acuarelosas, como el largo sueño que él llamó La Ciudad, novela que ocho años después de perseguirla por tantas otras ciudades terminé entre una noche de insomnio y un aeropuerto, una semana antes de otra noche de insomnio en la que no pude dejar de pensar en que se nos murió Levrero, se nos murió, y aunque yo no forme filas junto a sus apasionados admiradores, se nos murió y así vamos.
Luego mi amigo me dice que lo trató hasta el final y me relata brevemente el episodio, antes de que la charla derive de un vocabulario codificado hacia las cosas verdaderamente importantes, es decir el tamaño indecente de los champiñones que prometí prepararle a la sartén, junto con el pavo que tanto extrañó, la salsa que adora, el vino omnipresente, y ya la charla está en otro lado, en Uruguay, en Francia, en su hermano en España, en su amiga en Andorra, la charla está en todos lados pero no está conmigo, continúo pensando en Levrero, en la casualidad, esa misma casualidad que me llevó a encontrarme con este amigo el día anterior en la calle, por el Bd Saint Michel esquina Vaugirard, mientras yo esperaba su llamada, en el momento exacto en que yo miraba el celular de Milo a ver si sonaba y él venía buscando un lugar para comprar una tarjeta para telefonearme, darnos de frente, sentir un grito bien uruguayo y bromear con que París es un pañuelo.
La charla siguió, por todos lados pero no conmigo, aunque yo estuviera con ella y con los champiñones, que quedaron buenísimos, gigantes, oscuros, tan oscuros como Levrero y sus alas, como Levrero y sus novelas acuarelosas, como el largo sueño que él llamó La Ciudad, novela que ocho años después de perseguirla por tantas otras ciudades terminé entre una noche de insomnio y un aeropuerto, una semana antes de otra noche de insomnio en la que no pude dejar de pensar en que se nos murió Levrero, se nos murió, y aunque yo no forme filas junto a sus apasionados admiradores, se nos murió y así vamos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario