En estas conferencias es frecuente percibir una tenue niebla que huele a trigo, rastrear el origen, chocar visualmente con el molino de viento perseguido por el investigador que habla y gesticula en la tarima de turno, vagos recuerdos del speakers' corner. Y cuando de inteligencia artificial se trata, las posturas e imposturas se ofrecen como un abanico y a mí me da la oportunidad de evadirme para revisar un titubeante camino que lleva ya poco más de diez años.
Porque, se sabe, todo depende del cristal con que, a buen entendedor sobran, etc. Con ojos cosmogónicos, si cabe, el frío y la soledad son tan crueles que sólo se puede ceñir el sayo al cuerpo y seguir empujando en el desierto el carrito de supermercado pleno de cachivaches, creyendo que realmente se va a algún lado pero sabiendo en el fondo que hasta el templo de Salomón supo desaparecer un día hoy olvidado.
Un enfoque religioso murmurará vanitas vanitatum y se retirará, presumiblemente a misa.
Cuando el investigador es modesto, cuando asume la desigual lucha como un signo inequívoco de sus (nuestras) propias limitaciones, sueña en voz alta y sus sueños suelen ser compartibles, deseables, a veces nobles.
Pero cuando el desgraciado es uno de esos egos Zeppelin que acostumbra ventilar sus perlitas como si hubiera encontrado el Santo Grial o las notas destruidas por Einstein con la clave del campo unificado, entonces la charla degenera en monstruo soporífero y a mí me vienen esas ganas indecibles de también murmurar vanitas vanitatum y salir a ver si terminó la misa y quedó algo de la sangre del Cristo que sirva para acompañar una buena picada y algo de música.
Hasta hace un par de años me fastidiaba la impostura. Hoy me apena ver gente así, consumida por un circo que no es ni mejor ni peor que otros, pero es, en definitiva, un circo. Una amiga insiste en que esa condición oculta un agrio fracaso en el plano personal. No lo sé y creo que tampoco me importa: para conjurar la pena que me da, recuerdo la oveja que comía la corona de hiedra de Zaratustra y decía Zaratustra ya no es un docto. Pobre estúpida.
Por lo demás, la enseñanza y la investigación se me antojan ocupaciones verdaderamente útiles, como la medicina o la carpintería o la música, por mencionar algunos ejemplos. Pero Jeremy Rifkin tiene razón: trabajar como un burro es indecente. Además del riesgo de convertirse en uno y terminar en una noria, fatigando molinos que no de viento pero molinos al fin.
Porque, se sabe, todo depende del cristal con que, a buen entendedor sobran, etc. Con ojos cosmogónicos, si cabe, el frío y la soledad son tan crueles que sólo se puede ceñir el sayo al cuerpo y seguir empujando en el desierto el carrito de supermercado pleno de cachivaches, creyendo que realmente se va a algún lado pero sabiendo en el fondo que hasta el templo de Salomón supo desaparecer un día hoy olvidado.
Un enfoque religioso murmurará vanitas vanitatum y se retirará, presumiblemente a misa.
Cuando el investigador es modesto, cuando asume la desigual lucha como un signo inequívoco de sus (nuestras) propias limitaciones, sueña en voz alta y sus sueños suelen ser compartibles, deseables, a veces nobles.
Pero cuando el desgraciado es uno de esos egos Zeppelin que acostumbra ventilar sus perlitas como si hubiera encontrado el Santo Grial o las notas destruidas por Einstein con la clave del campo unificado, entonces la charla degenera en monstruo soporífero y a mí me vienen esas ganas indecibles de también murmurar vanitas vanitatum y salir a ver si terminó la misa y quedó algo de la sangre del Cristo que sirva para acompañar una buena picada y algo de música.
Hasta hace un par de años me fastidiaba la impostura. Hoy me apena ver gente así, consumida por un circo que no es ni mejor ni peor que otros, pero es, en definitiva, un circo. Una amiga insiste en que esa condición oculta un agrio fracaso en el plano personal. No lo sé y creo que tampoco me importa: para conjurar la pena que me da, recuerdo la oveja que comía la corona de hiedra de Zaratustra y decía Zaratustra ya no es un docto. Pobre estúpida.
Por lo demás, la enseñanza y la investigación se me antojan ocupaciones verdaderamente útiles, como la medicina o la carpintería o la música, por mencionar algunos ejemplos. Pero Jeremy Rifkin tiene razón: trabajar como un burro es indecente. Además del riesgo de convertirse en uno y terminar en una noria, fatigando molinos que no de viento pero molinos al fin.
3 comentarios:
A cuento o no; "Quién dijo que todo está perido? Yo, vengo a ofrecer mi corazón"
Jo,jo. Por dónde habrás andado, jumper, siempre tan religioso, ustés.
Y no será tan fácil, ya sé qué pasa...
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